Antología de la Independencia del Perú

562 ANTOLOGIA pués de desembarazado de tan aflictiva situación, le tomó en ancas del suyo Don Antonio García Oña, segundo Ayudante de Estado Ma– yor, y le sacó de en medio de aquel espantoso cuadro a tiempo preci– samente que la izquierda y centro de la línea estaban totalmente ba– tidos, y las siete piezas de artillería en poder de los dichosos vencedo– res". La obra de los Granaderos de Carvajal fue probablemente más breve y sencilla que la de los Húsares de Silva, pues parados de temor los del Virrey y perdida la ventaja de sus cabal!_os, ya los últimos es– taban vencidos; no había lucha posible con aquellos centauros que sin vacilar un segundo aprovecharían la vacilación del enemigo. Aquí el Bogotá pagó a los Granaderos las cargas que habían dado al Capitán García; convergiendo rápidamente a la izquierda, apoyó a Carvajal con fuego de flanco sobre los tres escuadrones, y esos son los infantes que quizá salvaron la vida de Camba a costa de la de su caballo, de– teniéndolo a retaguardia de su Regimiento. Vese también que dos cañones más (la batería del Virrey) ya estaban así mismo en poder del Bogotá. Como vasto incendio que, ya indomable, :parece embravecerse y respirar mejor con el agua que le arrojan, los ultimas cuerpos lanza– dos contra la División colombiana no sirvieron más que de pábulo a sus estragos. Deshecha la primera línea, abandonó Córdoba su ca– ballo al tocar el Condorcunca, y emprendió treparlo a pie dirigiendo, la inflexible carga contra los batallones de refuerzo. "Mientl;'aS los realistas, dice Miller, iban subiendo a las alturas, los patriotas desde el pie de ellas los cazaban a su salvo, y muchos de ellos se vieron ro– dar hasta que algún matorral o barranco los detenía". Dejando atrás bien pronto las dos baterías capturadas, y huellas espantosas de por– fiado choque entre ánimos iguales (por ejemplo, los dos sargentos que quedaron recíprocamente pasados con sus bayonetas), siguió la línea de Córdoba cuesta arriba precedida de una vanguardia de terror y confusión no menos formidable que nuestras armas. Peor que incen– dio, semejaba aquello una de esas súbitas irrupciones del mar sobre las costas del Perú, en que, como desequilibrado el abismo, las ondas barren en momentos naves, diques, bosques, ganados, muros de mam– postería y poblaciones enteras. Jinetes y peones, montados o a pie, nivelado el escalafón por el común desastre, huían atropellándose despavoridos, dando por muertos a todos sus Jefes, anunciándole al Virrey mismo que era muerto el Virrey, cuando ileso todavía, forcejea– ba y se desgañitaba por contenerlos. El Fernando VII hizo algunas descargas desde su trinchera natural, soltó las armas y siguió la co– rriente; el Victoria, desmereciendo su nombre, y los demás cuerpos que no entraron en lid, habían desaparecido; los mimados Alabarde– ros del Virrey tampoco se ofrecieron al martirio de la fidelidad. Sin quererlo, sirvieron allí a nuestra causa mucho más eficazmente que a la suya. Derribado de su caballo y exhausto de fuerzas, el infortunado Virrey logró atravesar hasta un recodo o ensenada de peña, donde re– costado en pie hurtaba el cuerpo al ciego tumulto. Largo y erecto de talla, acartonado de complexión, sin barba y de gran nariz, cubierto de un grueso capote negro con el cuello alzado, sombrero alón de vi– cuña, y visible por debajo un gorro oscuro de seda, a su aspecto más que grave, tomáronlo nuestros soldados por sacerdote, y algunos al pasar le dijeron: "Padre capellán, échenos la bendición"; mas llegó

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