Antología de la Independencia del Perú

566 ANTOLOGIA rancia mantenida por la presunción de sus agentes y que influyó no poco para traerlos a peripecias como las de Boyacá, Junín y Ayacu– cho. [ ... ] Pero volvamos al gran día. Media hora, a lo sumo, después de trabado por masas el combate, la palma era nuestra en toda la línea, y a eso de las tres de la tarde, emprendida ya por Lara y La Mar la persecución de los fugitivos, pasaba en la iglesia de Quinua una esce– na, casi una tragedia, que no dejaremos olvidada. Convertido en hos– pital de sangre por el pronto, cubrían el suelo de aquel rancho sagra– do cuantos heridos cupieron en él, entre otros el Virrey, que sentado pacientemente al centro a la derecha sobre un estradillo entapizado de lana, aguardaba como los demás la visita de nuestros médicos; y a su derecha, participando del estradillo, yacía el Teniente Ramón Cha– bur, natural de Bogotá, contuso en 1822 en la batalla de Pichincha, y herido, y de los primeros que ~!lyeron del cuerpo de ese glorioso nom– bre, en la que acabábamos de lidiar con las huestes de su ilustre veci– no. Llegados los médicos a atender a Chabur, é~te les pidió que lo hicieran primero al señor Virrey, cortesía que el noble viejo se rehu– saba a aceptar insistiendo en que lo descuidasen mientras no estuviese remediado el último de los patriotas. La urbana porfía, y sobre todo el título de Virrey que se cruzaba en ella, hizo levantar la cabeza a un sargento de los llanos quien, delirando probablemente con nuestra guerra a muerte, y encandilada su vista por el puño de oro y brillan– tes que el Virrey descubrió bajo el capotan al presentar a los ciruja– nos la mano herida, preparó su fusil e iba a hacer fuego contra el anciano, con ojos de hiena y refunfuñando expresiones feroces. Bo– ves, Lizón, Zuazola, quién sabe qué monstruo reía en ese instante en la febril imaginación del sargento. El joven Chabur tuvo que incor– porarse para advertir con afán a los médicos que lo contuviesen, sin lo cual aquel furioso habría manchado con el asesinato de La Serna los laureles que la sangre del mismo sargento estaba consagrando. Mamentos después llegó a la puerta de la iglesia el General Sucre, acompañado de otros Jefes, Córdoba entre ellos; preguntó por el Virrey, quien se puso en pie al instante, y saludándolo Sucre con afable res– peto y expresándole la pena que le causaba el verlo herido, le pidió permiso para trasladarlo al paraje menos incómodo que pudiese ha– llarse. Otro de los Jefes dobló al punto el brazo derecho y asiéndo– selo de la muñeca con la otra mano, dijo a los presentes: "Llevémo– noslo en silla de manos", observado lo cual por el Virrey, le respondió: "Mil gracias, caballero; puedo andar _por mis pies", y salieron jun– tos. [ ... ] Grandes fueron en Ayacucho los trofeos de la muerte y el do– lor, vencedores de ambas partes en todas las batallas. Rara vez el hombre, la más artificiosa y dañina de todas las fieras, habrá destrui– do o inutilizado mayor cantidad de vidas en un choque de quince o treinta minutos, a pesar de que allí no había ametralladoras ni Krupps ni fusiles de aguja, ni siquiera de percusión, sino piezas de montaña de es– tilo primitivo, con 700 varas de tiro a lo sumo, y fusiles chopos, que eran ingleses, y canillones o carranclones, de fábrica española, ·los primeros más gruesos y pesados, los segundos más ligeros y largos, µnos y otros de piedra, con bala de 18 a 20 en libra y de 300 varas de alcance. En proporción al número de combatientes, y considerado el cortísimo tiempo que duró, no recordamos Ún conflicto más cruento en la his– toria. De 9,310 realistas, de los cuales sólo 6,000 usarían sus armas,

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