Boletín informativo de la Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú Nº 17

titud para hacerlo, aunque no acierte hoy a expresar lo que qms1era, precisa– mente por el dolor que me embarga. Toda emoción auténtica y profunda es, en fin de cuentas, inefable. Porque era bueno, era cordial y generoso. Porque era bueno, era tolerante Y magnánimo. Porque era bueno, era hospitalario. Era magnífico y munífico. Por que era bueno, tenía, en muchos respectos triviales de la vida, la inocencia del niño; y lucía, interior y exteriormente, el porte y la compostura del gran señor. En la bondad echaba así mismo raíces, me parece, su inteligencia, porque la in– teligencia puede consistir y, en el caso de don Tomás consistía, en la capacidad casi amorosa y, en cualquier hipótesis, afectiva para acercarse . a los problemas, los hombres y las cosas. La inteligencia, para darse en profundidad, en tercera dimensión como si dijéramos, ha de ser atributo no sólo de la cabeza sino tam– bién del corazón. Debajo de la epidermis del hombre de negocios, más allá de la actividad in– dustrial a qrn? se dedicó con ahínco, en el ramo de los productos farmacéuticos, y gracias a la cual dotó al país con uno de sus laboratorios más modernos, don Tomás escondía o, por mejor decir, atesoraba una auténtica vocación humanista. Alentó en él la permanente preocupación por la cultura -que, como la palabra denota, es cultivo, aunque no del campo sino del espíritu-, en consonancia con la educación que recibió de su padre, don Augusto Catanzaro, pedagogo ilustre, maestro de varias generaciones, director y fundador del Colegio Italiano de Lima. Leal a su sangre, no fue inmune a la tentación de la belleza en todas sus múltiples manifestaciones. Ni la musa de la poesía ni la musa de la historia le fueron esquivas. Como escritor, acertaba a producirse en una prosa correcta, clara, reflexiva, con una ·sin– ta,ds sin escollos y sin meandros. Gustaba de traducir versos, tomándolos de la lengua toscana, que era la de sus abuelos, para verterlos en el idioma de Cer– vantes, que era el suyo, aunque, en verdad, podía considerársele perfectamente bilingüe. También gustaba de escribir versos por cuenta propia y para satisfac– ción íntima, de asunto siempre delicado y con irreprochable técnica modernista. Como a todo buen aficionado, le gustaba, en fin, leer o decir poemas en voz alta. Más de una v~z le he escuchado recitar, de memoria, algunos de los pasajes es– calofriantes de la Divina Comedia, como el del conde Ugolino, en el canto XXXIII del Infierno, o el maravilloso poema de Gabriel D'Annuzio a la onda, la ola del mar. En sus labios, el italiano, gracias al sentido del ritmo y la musicalidad de la dicción, se me hacía casi totalmente inteligible y corpóreo y alado. Entre los grandes personajes, prefería a aquéllos que simbolizaban la umon de España, madre nuestra, con Italia, madre de todos los pueblos latinos, Es– paña inclusive. Naturalmente, a Cristóbal Colón, pobre Almirante como lo llama Rubén Darío, el primero de todos. Entre los peruanos, su predilección iba hacia Pablo de Olavide, el limeño elegante y mundano que, en pleno siglo XVIII, enseñó ilustración a los europeos, y hacia José Faustino Sánchez Carrión, tribuno y atleta 292

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