Bolívar, Ayacucho y los tradicionistas peruanos
das señoras escanciaban la chicha, que no otro licor quiso don Simón que se le sirviera, por supuesto que en riquísimos jarros de plata. Allí no hubo guirnaldas ni trofeos; la naturale~ za con todos sus encantos formó el único adorno del lugar; las zarzas con sus racimos de granates y sus blancas flores parecidas a las de los naranjos; los chulcos con sus varillas encarnadas; los guarangos de manojos de amarillentas flores; los garbancillos de frutos trasparentes y parecidos a las perlas más finas; las pachalangas con sus pabellones esmeraldi~ nos; -el chilchil con sus frutos de cascabel; los secho~ gorones llenos de granos purpurinos; el hinojo con sus hojas balsámicas; la bisnaga con sus flores como de espuma; la cortadera con sus grandes copos como rueca de campesina; el marame y hasta la cauracas~ che y la angusacha lucían su verdor; y de rama en rama saltaban silbando los zorzales, el pardaz o yucyuc, el vistoso guanchaco, la preciosa oropéndo~ la, el ágil picaflor y la cenicienta tortolita, de pico de azabache, ojo cristalino y patitas de rosa y hasta el pugo cantor desde la pirca vecina alegraba aquel día el campo. En el azul del cielo, hechas como de blondas, blancas nubes se extendían a manera de palmas gi~ gantescas, y el agua haciendo gorgoritos, se desli~ zaba copiando en su linfa los -encantos de sus ri~ beras. Las chinas danzando arrojaban a los pies del Libertador sus pañuelos;, y éste les aventaba pesos godos, que, hincando la rodilla, recogían después 106
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