Conspiraciones y rebeliones en el siglo XIX: la revolución del Cuzco de 1814

LA REVOLUCION DEL CUZCO DE 1814 109 causa. Sepamos a qué nación, y a qué tribu pertenece; y enton– ces, cara a cara, frente a frente se le contestará. Sin embargo, antes de esta contestación que será de un to– mo en cuatro palabras, pronta, no de año y tres meses y medio, como la del anónimo (a manera de parto de burra); se me vuela la pluma de las manos, y no puedo contenerla. Reviento, si ahora mismo no hablo alguna cosa con el imparcial público, y de mnguna manera con el anónimo de la Carta Apologética. Allá va eso. Si es pecado, si es dicterio, si es vituperio, si es puerilidad como dice el anónimo, al decir los párrocos son de superior je– rarquía a los canónigos; este dicterio, este vituperio, este pecado, esta puerilidad serán de Jesucristo que quiso dar jurisdicción or– dinaria a los Párrocos y no a los canónigos. El mismo Jesucristo concedió a los primeros lo que negó a los segundos. Penetrado de esta verdad, el señor Don Carlos III repito que S.M. tiene mandado en su Real Cédula, sabida de todos, que en concurrencia de un párroco y un canónigo dé el Canónigo al Pá– rroco el lugar preferente. Esta preferencia no la dice el clérigo de coleta larga, chupa blanca, de a caballo, el ángel exterminador, el ángel antitutelar; la declara, la sanciona, la manda el mismo So– berano. Y si la declara, la sanciona y manda el mismo Sobe– rano justo celador de la doctrina de la Iglesia, de su disciplina y de sus cánones. ¿Qué otra decisión más terminante se puede de– sear, para que todo psalmodista cierre su boca, confesando con el mismo Soberano la superioridad de los párrocos respecto de los canónigos? Esta luz del trono la ven los mismos ciegos. ¿Y si es posible, que no la vean los canónigos, y que el mismo Rey el se– ñor D. Carlos III se vea obligado a aplicarles aquí lo que contra las falsas deidades dice otro Rey. Oculos habent et non vident? ¡Rara ceguera! ¡Rara obstinación! ¡Qué distintos ojos, que distinta vista la del Angélico Doctor! Ya hemos dicho otra vez y nunca será demás repetirlo, que llama a los párrocos: Minores principes ecclesiae. ¡Qué distintos ojos, que distinta vista la del sabio Young, se– gún refiere Monsieur Tourneur, traductor de sus noches y de las meditaciones de Hervey! "No descubro, dice, en la tierra dignidad más tierna y respe– table que la de un Cura que va a sepultar una razón santa y un corazón sensible entre el corto número de unas tristes cabañas. Allí fija el domicilio de su vida. Adopta esa familia de labradores. Se complace con ellos como un padre con sus hijos: Los une en los días destinados para hablarles del Dios que fecunda el campo,

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