Conspiraciones y rebeliones en el siglo XIX: la revolución del Cuzco de 1814

474 MANUEL JESUS APARICIO VEGA de campaña; pues es constante que ayer exponía V. S. sus armas y vida por sostener una constitución, hoy la sacrifica por destruir– la. Bueno está que se queme ese libro pernicioso, pero ¿quién nos relaja el juramento que las autoridades mismas nos obligaron a hacer para cumplir con sus principios? Bueno está que nuestro Monarca hubiese firmado el decreto en su prisión; pero quién le da validación, coacto por el pérfido Napoleón? No se advierte que este impío quiere destruirnos por la maniobra de su política som– bría? V. S. no debe ignorar los partidos que en la península se han fomentado entre constitucionales y realistas; y que hecha pre– sa la metrópoli del primero que la ocupa, presenta la imagen más dolorosa de la ruina inevitable de nuestra madre la España, que sucumbirá al fin a las miras del tirano, como todos nosotros al Porteño, después de la derrota del señor Pezuela, que actualmen– te publica la fama. Abramos los ojos, señor general, tratemos co– mo hombres, y no como enemigos. Porque doy de caso que V. S. concluya con nuestro ejército: que tome la capital, que el cuchi– llo y el suplicio devaste nuestra provincia: que ufano proclame las glorias de su triunfo: ¿acaso la América se ha pacificado? ¿Volve– rá el antiguo orden de cosas? ¿El español y el americano se her– manarán para siempre? El ejemplo de las provincias beligeran– tes, ese fuego inextinguible, su constancia sin igual, y la rivali– dad que se acrecienta, hacen ver que son inútiles los conatos de la fuerza, que los ejércitos sólo domínan en el terreno que ocupan y que los corazones, aunque tímidos en el instante conservan en su interior otra esperanza. ¿Y qué remedio para una pacificación general? No encuentro otro que el de la pluma: la espada, lo re– pito, triunfa en el momento y languidece luego. Si somos hijos de un padre común: si nuestra sangre es la vuestra: si la América es un don del cielo, disfrutémosla juntos; calmen los odios, cesen los disturbios, un feliz y eterno abrazo sancione nuestra amistad, unámonos para concurrir a nuestra fe– licidad y queden olvidados para siempre la tiranía política y mi– ras de gabinete, en favor de nuestra común suerte. Si estas re– flexiones, reducidas según la extensión que merecen, no conmue– ven a V. S. y persiste en su opinión hostil y beligerante, le pro– testo delante de Dios y los hombres, que no soy responsable a las tristes consecuencias de la guerra, que yo, ni mi provincia no de– claró, sino que sostengo la que se me hace desnuda de todo prin– cipio. Más dijera a V. S. si su atención estuviese dispuesta, como lo

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