Conspiraciones y rebeliones en el siglo XIX: la revolución del Cuzco de 1814

574 MANUEL JESUS APARICIO VEGA piezas que de antemano hice colocar contra los que estrechaban Jos embarazos a mi tránsito el cual lo ejecutó poseído de la más tierna, valientes soldados se desnudaron y atravesaron el río to– cando el agua hasta el pecho, sin que ni las angustias de lo fan– goso de la superficie que pisaban, ni el triste espectáculo de los compañeros que parecían ahogados, variase Ja nobleza de su fir– me disposición, Jos mismos peligros parecían aumentar el empe– ño de vencer de Ja notable muchedumbre que tenían a la vista. Al punto que estuvieron todos a la otra banda del río desfi– fando en rápido paso para volver a formarse en batalla, pues que ya la del enemigo avanzaba a redoblada marcha ordené hacerla frente y romper el fuego, cargando sobre ella con toda la intre– pidez que era tan necesaria en ocasión tan crítica. Un cuarto de hora duraría a Jo más la firmeza de Jos cobardes en defender el puesto, quienes procuraron retirarse en buen orden a terreno más aparente y seguro, sin dejar de hacernos fuego, no obstante de que ya empezaron a perder algunas piezas. Este movimiento me pro– porcionó Ja ventaja de que se desordenase la chusma que se es– trellaba contra las guerrillas que quedaron a l cuidado del cam– po, las mismas que repelieron la oculta invasión de cerca de mil hombres de toda arma que por retaguardia del mencionado mo– rro, se había dirigido desde el pueblo de Umachiri en conformi– dad con las disposiciones del precitado plan de ataque y cuyo proyecto no tuvo éxito por la valentísima defensa que lo frustró, en la cual trabajaron varonilmente hasta las mujeres de los sol– dados. A esta sazón, la compañía de granaderos que envié a conte– ner la caballería que me acometió por el costado derecho, había pasado felizmente el río y se batía con un tezón inexplicable es– trechando el ala izquierda de Ja línea enemiga, a cuyo refuerzo despaché todos Jos oficiales que estaban montados al mando del teniente coronel don Manuel Ponferrada, quienes a carrera abier– ta cargaron sobre los rebeldes señalando sus pasos con la horri– ble carnicería que allí hicierpn, hasta que la dispersión de los enemigos les hizo regresar con varios prisioneros que no quisie- ron matar. Entretanto marchaba mi columna hacia la serranía que iba atravesando en reunión a los enemigos, donde probablemente, juzgué harían la última resistencia, pues ya tenían colocadas en batería las piezas que les quedaban, y la cual se arrojaba un fue– go vivo e incesante, tanto a las guerrillas que defendieron

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