Conspiraciones y rebeliones en el siglo XIX: la revolución del Cuzco de 1814
658 MANUEL JESUS APARICIO VEGA de dejar de instruir Ntro. Real ánimo con el pormenor de los su– cesos relativos a los Ministros que subscriben esta representación. Así que se recibió aquí, publicó y observó con la posible leni– dad y moderación la constitución política de la Monarquía, empe– zaron desde luego a sentirse y experimentarse los efectos que pro– ducía. En el Tribunal no se consideraba ya superioridad, ni represen– tación de su soberano. Esta dependencia se vio abolida, y los ul– trajes, abatimientos que experimentaba así en cuerpo, como en cada uno de sus ministros, crecían cada día sin arbitrio para contenerlos, hasta que llegó al fin el tenebroso en que un pu– ñado de hombres de bajísima extracción, Vicente y Jph. Angulo hermanos, Gabriel Béjar, Manuel Mendoza y algunos otros que se hallaban presos en el Real Cuartel, y les seguía causa el Go· bernador interino político y militar Dn. Martín Concha, lo consu– maron válidos del Oficial de la guardia de prevención Santiago Prado, apoderándose de aquella casa, de las armas, pertrechos y municiones que había en ella, y de la tropa que ganaron a costa de muy pocos pesos que le dieron y sirvieron para embriagarla, y ponerla a su disposición, como lo estuvo desde la alta noche del 2 de agosto. A las cuatro de la siguiente mañana fuimos sorprendidos y asaltados en nuestras propias camas los Ministros Dn. Manuel Par· do Regente, Dn. Pedro Antonio de Cernadas, y Dn. Bartolomé Be– doya, Fiscal, pues (f. 37) Dn. Manuel Vidaurre no sól0 quedó libre de este insulto, y consiguió entonces el mayor favor y distinción a su persona, la de su mujer y familia, sino en todo el tiempo que permaneció en esta capital, y aun en el pasaporte que le dieron los traidores, único y extensivo para trasladarse adonde quisiese, y disfrutar los mayores auxilios en el tránsito. Cada una de nuestras casas fue cercada de tropa a una misma hora y el que venía a la cabeza de la partida de 24 hombres desti– nada para la prisión de nuestras personas las hizo allanar, después de disparar no pocos balazos a las puertas y piezas que daban a la calle, y herir a algunos de nuestros domésticos; e introduciéndose con ella hasta el lecho en que nos hallábamos con nuestras espo– sas, apenas nos dio lugar a vestirnos. Este lance, en que se repre– sentó la escena más horrible y espantosa, produjo al instante la confusión, llanto, desolación, accidentes y aflicciones especialmen– te en aquellas a quienes arrebataban sus maridos, y en los tiernos
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