Conspiraciones y rebeliones en el siglo XIX: la revolución del Cuzco de 1814
662 MANUEL JESUS APARICIO VEGA das, para que al tiempo de los expresados registros nos viesen y burlasen. Del cuartel nos pasaron a la cárcel pública entre criminales, negros, mulatos y zambos, pues el asunto era hacer demostrable la depresión de los representantes de V.M., cuyo Augusto Real nombre era el mayor delito tomar en labios. Allí fuimos conduci– dos de noche, y en medio de esta bajeza y abatimiento experimen– tamos algo menos de opresión, pero no de riesgo, pues estábamos en el mismo de perecer; lo que creímos de positivo en una ocasión en que estuvimos ya dispuestos a morir, pero a costa de una suma considerable de dinero que pudieron conseguir nuestras esposas, hemos escapado, mas bien milagrosamente que por ello, del lance que tuvimos por infalible. En 126 días de prisión hemos padecido lo que no se les haya sucedido en alguna de las revoluciones de la América con los Mi– nistros de V.M.; y desde luego hubiéramos preferido sufrir igual prisión aun entre Moros, que en la subyugación de unos embriaga– dos por costumbre, viles y bajísimos a media noche, en la misma cárcel y dentro de los calabozos en que estuvimos al mariscal de campo Dn. Francisco de Picoaga, natural del Cuzco, y al Intenden– te de Arequipa Dn. Jhp Gabriel de Moscoso (primo hermano de Dn. Juan Tomás antes nombrado), para evitar la oposición que po· día hacerles el pueblo, si lo hiciesen de día. Para conseguir nuestra soltura, no sólo hemos oblado crecidas cantidades en las alhajas que habían ocultado nuestras infelices esposas, sino en las que a costa (f.40) de las mayores diligencias hallaron prestadas, y tene– mos que pagar precisamente. Por último, no tanto por dichas erogaciones, cuanto por la ne– cesidad en que se veían los rebeldes de enviar gente a las expedi– ciones que disponían, y de valerse de la empleada en custodiarnos nos dieron soltura confinándonos a distintos puntos de la mayor incomodidad, en donde, aunque había alivio en la distinta ubica– ción, no la había en la minoración de los riesgos a que estábamos expuestos, pues cada día se expedían órdenes para volver a reco– gernos, y teníamos que andar prófugos y errantes por estos em– pinados y escabrosos cerros, expuestos a que los indios nos dieren muerte más cruel y horrorosa como sujetos a lo que Mateo Puma– cahua, el mayor traidor y vil ingrato a los repetidos favores y gra– cias de V.M., les ordenaba de que mataran a toda cara blanca. Así lo dispuso este monstruo de crueldad (que ya pereció en una horca); y si las precauciones tomadas por el insurgente Angu– lo y secuaces no contuviesen de algún modo este desorden por lo
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