Conspiraciones y rebeliones en el siglo XIX la revolución del Cuzco

LA REVOLUCION DEL CUZCO DE 1814 175 la. Las requisas de día y noche eran repetidas, registrando en unas y otras lo más oculto y vergonzoso de las personas, después de hacerlo del lecho, en lo que era el más atrevido monstruo de cruel– dad el ya citado Rosel, y Anselmo Ferro: el paso de la palabra, que empezaba desde las 10 de la noche hasta las 5 de la mañana, cantado con desacompasadas voces y sin intermisión, pues en el individuo que concluía volvía a empezar, y cada uno golpeaba con el cepo del fusil el enlosado, de (f. 39 v.) suerte que no era posi– ble dormir ni sosegar un rato, y parecía aquello el espantoso tea– tro del infierno; llegando a tanto el abandono de esta vil gente, que traían en alta noche a sus concubinas disfrasadas, para que al tiempo de los expresados registros nos viesen y burlasen. Del cuartel nos pasaron a la cárcel pública entre crimina– les, negros mulatos y zambos, pues el asunto era hacer demostra– ble la depresión y desprecio de los representantes de V.M., cuyo Augusto Real nombre era el mayor delito tomar en labios. Allí fuimos conducidos de noche, y en medio de esta bajeza y abati– mientos experimentábamos algo menos de opresión, pero no de riesgo, pues estábamos en el mismo de perecer; lo que creímos de positivo en una ocasión en que estuvimos ya dispuestos a mo– rir, pero a costa de una suma considerable de dinero que pudie– ron conseguir nuestras esposas, hemos escapado, más bien mila– grosamente que por ella, del lance que tuvimos por infalible. En 126 días de prisión hemos padecido lo que no se les ha– ya sucedido en alguna de las revoluciones de las Américas con los Ministros de V.M. ; y desde luego hubiéramos preferido sufrir igual prisión aun entre moros, que en la subyugación de unos em– briagados por costumbre, viles y bajísimos, que aun fuera de estos actos y en los raros de obrar la razón, mataron a media noche, en la misma cárcel y dentro de los calabozos en que estuvimos al maris– cal de campo Dn. Francisco de Picoaga, natural del Cuzco, y al Intendente de Arequipa Dn. José Gabriel de Moscoso (primo her– mano de Dn. Juan Tomás antes nombrado), para evitar la oposi– ción que podía hacerles el pueblo, si lo hiciesen de día. Para conseguir nuestra soltura, no solo hemos oblado crecidas canti– dades en las alhajas que habían ocultado nuestras esposas, sino en las que a costa (f. 40) de las mayores diligencias hallaron pres– tadas, y tenemos que pagar precisamente. Por último, no tanto por dichas erogaciones, cuanto por la necesidad en que se veían los rebeldes de enviar gente a las expe– diciones que disponían, y de valerse de la empleada en custodiar-

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