Conspiraciones y rebeliones en el siglo XIX la revolución del Cuzco

248 LA REVOLUCION DEL CUZCO DE 1814 sostenerse un cuarto de hora, y volviendo vergonzosamente la es– palda, llevaron el terror y la confusión a las lineas inmediatas. Desde este momento todo fue desorden entre los enemigos: perdieron la mayor parte de su artillería: eran batidos en todos puntos, y ellos mismos no se entendían siendo ya su multitud más bien embarazosa que temible. Mandó el general a su edecán el teniente coronel D. Manuei Ponferrada que con la poca caballería y algunos oficiales bien mon– tados persiguiese su alcance; y quedando cortados grupos enteros, eran pasados por la punta de las bayonetas de nuestra linea que seguía con celeridad. Sin embargo, habiéndose llegado a reunir en las alturas in– mediatas un número considerable con algunas piezas y fusiles, co– menzaron a renovar el fuego, e indicaban quererse defender. El general entonces hizo un pequeño alto, y avivando de nuevo el ardor de la tropa, la animó a concluir y completar su glo– riosa victoria. Avanzó esta con un fuego a discreción, y a la bayo, neta, y posesionándose de las cumbres, quedó enteramente derro.. tado y disperso el enemigo, corriendo igual suerte los que habían atacado nuestra izquierda. Entre tanto que esto pasaba en el campo de batalla, habían los rebeldes intentado sorprender nuestro campamento con un grue– so de caballería, que al efecto tenían emboscado en las serranías de Umachiri; pero la escolta que le custodiaba con la demás gente que allí había, se puso en defensa, y habiendo hecho algunos tiros acertados con dos piezas que colocaron en lo más alto, lograron rechazarlos y aún se atrevieron a perseguirlos. Sobre mil cadáveres tendidos en el campo, 37 piezas de artille– ría, considerable número de fusiles, y mucho mayor aún de las otras armas, con todos sus pertrechos, campamento y una porción de prisioneros, fueron el resultado de esta importantísima acción en la que quedó humillada para mucho tiempo, si no para siempre, la altivéz y arrogancia de los insurgentes; abatidas las esperanzas y opinión de sus secuases; y convencidos los pueblos de que la ver– dadera fuerza de un estado consiste más bien en el talento y valor de un general, y en la subordinación y disciplina de la tropa que en la alborotada y fogosa multitud, tan temible cuando se la teme como despreciable cuando se la desprecia. Tuvimos solamente siete muertos y seis ahogados en el paso del río, con muy pocos heridos; circunstancia por cierto no menos admirable que las demás que concurrieron en esta feliz jornada y

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