Conspiraciones y rebeliones en el siglo XIX la revolución del Cuzco

LA REVOLUCION DEL CUZCO DE 1814 269 saria para adquirir las ciencias y virtudes que lo hiciesen dignos de los cargos que con tanta emulación veían en los europeos; esta no era trascendental, como llevo dicho, a las castas · de indios y de negros, porque la grosera ignorancia y servil abatimiento de una y otra, no le permitían elevar sus deseos hasta el grado de pensar en que podrían conseguir ni las riquezas ni las dignidades. El ejemplo de los anglo-americanos sostenía sus esperanzas, pero las circunstancias los ponían a una gran distancia de las en que se han hallado aquellos en la época de su revolución; se per– suadieron de que se acercaban por la idea gigantesca que tenían formada del poder colosal de la Francia, cuando vieron la lucha en que esta había comprometido a la España, cuyo resultado com– prendieron que no podía dejar de ser su subyugación: reputaban como imposible el que pudiesen enviar acá ningunos auxilios con que contrariar sus ideas, y aún en sus sueños políticos los espera– ban de la Francia en caso necesario para apoyarlos. De estos an– tecedentes deducían que el intentarlo y realizarlo era una misma cosa; para asegurar el suceso empezaron a desacreditar a todos los funcionarios públicos del gobierno español, atribuyéndoles delitos y defectos que los hiciesen odiosos a la multituq, cuya opinión ne– cesitaban para llevar adelante sus pérfidos designios. Los Apóstoles del Evangelio no tropezaron en las barreras que este les pone para que a un mismo tiempo no lo pudiesen ser contra la Santa Religión de que son Ministros, y contra las legítimas potestades, y allanaron este paso de un modo que se ha excedido a sus esperanzas, decla– rando no sólo a todo europeo, pero también a los criollos honrados, y a sus bienes una guerra cruel de sangre y fuego. Digo que los eclesiásticos se han excedido a sus esperanzas en la conquista de los espíritus y de los corazones, por que sus principios aunque tan negros como sus fines, siempre fueron bajo el velo hipócrita de Fernando VII, que poco a poco iban corriendo según lo permitía la opinión de los pueblos. En este punto se hace muy notable que en la Península el Clero secular y regular haya sostenido con tanto heroísmo los intereses del altar y del trono, y que en América uno y otro hayan sido los mayores enemigos de estos tiernos y recomendables objetos, poniéndose al parecer en contradicción con sus propios intereses, pues no podían ignorar que ambas causas caminaban aun mismo paso; pero el objeto era de– jar la Religión con el ropaje del bulto exterior, bastante para que su ministerio sacase de un pueblo ignorante todo el fruto con que le lisonjeaba su avaricia.

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