Historia de la emancipación del Perú: el protectorado

GOYENECHE EN EL ALTO PERU 115 de sus subalternos, encontrábanse, por esa multitud de adversas cir– cunstancias, en inminente peligro de deshacerse. Enfermo de cuerpo por sus multiplicados desvelos, fatigas y luengas marchas; y no menos enfermo del alma con las vergüenzas sufridas por causa de sus dos preferidos capitanes y parientes - el uno, responsable de deslealtad; y el otro, de impericia e imprudencia, vicios que había desconocido el asendereado general en jefe, cuando garantizó el buen éxito de la división de vanguardia, y la impelió sobre Tucumán, seguro de vencer - Goyeneche, invadido de neuro– sis repentina - elevó su renuncia del comando, manifestando no permanecer en él más tiempo que el estrictamente necesario y sufi– ciente para la presentación de su sustituto. Rechazó el virrey esa renuncia, pero con prevenciones que lastimaron la delicadeza del renunciante, quien, sin más trámite, reiteró su decisión de dejar el cargo. Tornó el virrey a desechar esta segunda dimisión, probable– mente en lo ostensible, para no disgustar a un hombre cuyo enojo juzgara peligroso; pero, en el fondo, provocando la intensidad de este último sentimiento, ya que recomendaba el inmediato repudio y separación definitiva del brigadier Tristán; y, con ellos, los del secretario e íntimo amigo de Goyeneche, el insolente fiscal de la Audiencia de Charcas, Dr. D. Pedro Vicente de Cañete, a quien el Virrey reputó, sin ambajes, responsable de los términos inconvenien– tes y descomedidos en que estaban, dijo, redactadas las comunicacio– nes del generalato en jefe del ejército del Alto Perú. Goyeneche, profundamente herido por esa especie de calidad sine qua non con que así se deslucía su continuación en el mando, hizo tercera vez suelta de ésto y de su responsabilidad; y, para cor– tar la secuela de tantos dimes y diretes, dejóle de hecho, y entrególe a Ramírez de Orosco, para que lo ejerciera mientras el gobierno supremo determinara lo conveniente (1<:> de abril de 1813). XX Y prodújose entonces, en el cuartel general de Oruro, una conmo– ción digna de recordarse, no tanto por la honra que refleja sobre las condiciones personales y estratégicas de nuestro compatriota, el ilustre general arequipeño; cuanto por la convicción que infunde acerca de la facilidad con que tal capitán pudo, y de la ceguedad con que aludió asumir el papel y conquistar la gloria de ser árbitro y autor, único, exclusivo, decisivo, de nuestra independencia. Apenas conocida, primero, la noticia de la separación de su ge– neral y palpada después la dejación que éste hacía del mando, surgió en el ejército protesta general, que luego frisó con la revuelta. Gru-

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