Historia de la emancipación del Perú: el protectorado
368 GERMAN LEGUIA Y MARTINEZ tres mocetones, hijos suyos, los cuales le ofrece y pone a .m disposi– ción para luchar a su lado por la patria y morir por ella. San Martín abraza a esa patriota abnegada y, dirigiéndose a los circunstantes: He aquí, dice, un ejemplo digno de imitación,· ¡esto es patriotismo! Cinco mujeres más, al parecer de la clase distinguida, asédianle con palabras de admiración y extienden los brazos para estrecharle: ésta apriétale contra su pecho, aquélla le atrae por la espalda, cuál se prende de uno de sus brazos, cuál hace con los suyos una cadena en torno de sus rodillas: el cuerpo del luchador vacila, da traspiés; pronto daría en tierra, si quienes le circundan en segundo término no acudiesen en su ayuda a fin de mantenerle firme. Tras ese anillo de hembras entusiasmadas, mírale, en una especie de ensimisma– miento estático, cierta niña de ojos soñadores y bellos, de doce a tre– ce años apenas, y que no se atreve a aproximarse. Ven, dícele San Martín, ven a mí: levántala en vilo sobre las cabezas de las otras mujeres, y colócala delante, a modo de escudo, entre una salva de palmadas y vítores. ¡Viva el general San Martín! es el grito unísono que irrumpe, a cada segundo, bajo los ennegrecidos artesonados de la morada histórica. No, no -replica el prócer:- ¡viva la indepen– dencia del Perú! Y el concurso frenético contesta: ¡Viva! Algo despe– jado ya el espacio posterior por el ayudante y demás oficiales pre– sentes, inclínase ante el pueblo y saluda militarmente como para retirarse. No acaba de hacerlo, cuando como aparición repentina y prodigiosa, ~urge una mujer, alta, hermosa y agraciada, que, sollo– zante por la emoción, échase en sus brazos, cual si ya le fuesen cono– cidos y amados; y, clavada en ellos, apenas si acierta a articular y repetir estas: solas palabras: ¡Mi general! ¡Mi general! San Martín la oprime benévolo y luego la contempla embebecido. La desconocida baja los ojos ante la penetrante mirada del héroe. Serenaos: no hay por qué llorar -le dice este último-. Apártala suavemente y, olvidando su gravedad habitual, vencida un momento; herido por el dardo de tantos atractivos; palpando secretamente la ardencia de aquellos ojos, tanto más hermosos cuanto se muestran más nu– blados por las lágrimas: - ¿Permitiríais, murmura a media voz, ex– presaros mi gratitud con un beso? - Pero no, agrega, refrenando esa extraordinaria expansión suya, que pasa como un relámpago; ordena a su ayudante darle el brazo y acompañarla hasta afuera; y se detiene a contemplarla con visible interés, mientras la incógnita se retira. ¿Quién es esa mujer sentimental, cuyo silencio y cuyos so– llozos, más arrebatadores que la elocuencia misma, han bañado en extraña alegría y súbita luz las horas borrosas, y pesadas expansio– nes de esa noche sublime? Es Rosa Campusano, perla del Guayas,
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