Historia de la emancipación del Perú: el protectorado
610 GERMAN LEGUIA Y MARTINEZ comunes, podían los abogados presentarse en traje diplomático y con sombrero apuntado; pero, en los de ceremonial, declarábanse indispensables el vestido de toga y la golilla (art. 139). No se debía impedir a los defensores el libre uso de la palabra a la vista de las causas; correspondía a jueces y tribunales tratarlos con el decoro debido a su ilustre profesión, y no oponer el menor obstáculo al ejercicio de su ministerio; pero, a la vez, debían ser inexorables en contener sus abusos (art. 32). Los escribanos de cámara y los rela– tores, que entonces no tenían sueldo, cobrarían derechos arancela– rios bajo recibo y previa tasación (arts. 140 a 147). Sancionábase la existencia y detallábanse los deberes de los procuradores: convenci– do alguno de éstos de malversación de las expensas impendidas para el pleito, sería suspenso por un año la primera vez, y privado del ofi– cio la segunda (arts. 148 a 151). Los artículos 152 a 166 ocupábanse en las actuaciones y deberes de los escribanos; y sus disposiciones, como otras muchas que omitimos, o carecen de importancia, o no guardan diferencia con las vigentes en el día. XII El procedimiento criminal detallado por el reglamento, ofrecía pocas variantes respecto del que actualmente se sigue, en el que, como se sabe, hemos realizado pocos progresos y se hace urgente una reforma radical. Eso sí, comparado con el que imperaba en la colonia, constituyó un notorio adelanto, dadas las ventajosas inno– vaciones que introdujo en materia de penas y garantías; innovacio– nes que dejamos expuestas, en sitio y forma preferentes (11). Sabido es que los eclesiásticos disfrutaban de fuero en la época a que nos referimos y es curioso recordar lo que en este punto se disponía, ya que la historia, dedicando prelación al estudio de las instituciones, debe marcar la senda y medida en que se han consu– mado los adelantos de los pueblos. Una vez establecido que un eclesiástico había cometido delito, por el sumario incoado a la perpetración del hecho, se debía proce– der a procurar el desafuero. El juez civil de derecho pasaría oficio al eclesiástico, pidiendo su anuencia para la prisión del reo. El ecle– siástico no debería negarla por ningún título; ni, para la prestación del consentimiento, exigir previo envío de los autos, ni testimonio, ni certificado de ninguna especie. El juicio, efectuada la prisión, continuaría en la forma ordinaria de ley, sin más que una diferen– cia: la concurrencia obligatoria del ordinario a las ratificaciones de (11) Véase las páginas 605 (párrafo VI) y las que subsiguen.
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