Historia de la emancipación del Perú: el protectorado

632 GERMAN LEGUIA Y MARTINEZ un delito, pudieron, apenas proclamada la independencia, y respal– dada ésta por las armas libertadoras, exterioriza:i;-, con franqueza y hasta con orgullo, su adhesión decidida a la causa de sus afecciones. Y así lo hicieron, en solemne forma, once párrocos -antiguos conjurqdos muchos de ellos, o servidores entusiastas de quienes conspiraban por la emancipación, y a los que, por tal motivo, he– mos a la ligera mencionado en los apartes precedentes- dirigién– dose al Protector, a mediados de agosto, en comunicación que, júz– guése literariamente como se quiera, resulta por sus conceptos in· teresantísima; manifiesta cuán avanzadas eran las opiniones de nuestro clero menor, allí representado por sus más conspicuos y prestigiosos miembros; envuelve perentorio mentís a cuantos han afirmado que ese clero fue enemigo o indiferente; y merece, por todo ello, que aquí reproduzcamos, íntegro y a la letra su contenido. Esos párrocos fueron: el cura de Pacaraos, don Francisco de Morales; el de Tápuc, don Pedro Salvi; el de Chupaca, don José Noriega; el de Ocros, don Santiago Domínguez; el de Anclajes, don José de la Torre; el de Mangas, don Agustín de Beas; el de Huar– mey, don Lorenzo Decoco; el de Sincos, don Manuel de Burgos; el de Tauca, don Matías Pastor; el coadjutor de Recuay, don Manuel Silvestre de Rosas; y el párroco de Surco, don Felipe Cuéllar. Este último, por sus talentos, servicios y virtudes, fue por el gobierno -reputado cabeza del esclarecido grupo; y fue a él, por más que fir– mara el penúltimo, a quien García del Río dirigió la satisfactoria respuesta. "Van para trescientos años, decían, que se fundó esta capital, v no sabemos por qué especie de destino los párrocos jamás se ha– bían presentado en este sitio a encomiar a ningún jefe. Sería, sin duda, porque la divina Providencia como que no había querido te– ner el placer de concedernos al que, en todo la extensión de la. pa· labra, es el Padre de los pastores y los pueblos. En todos tiempos, los curas debieron ser los panegiristas de los buenos príncipes, y los grandes hombres; los predicadores y piedras angulares de la [i.. bertad moral y también civil, bien entendidas. Y, en efecto, mu· chos han practic1:tdo aquí estos sagrados deberes, aunque, en cier· tos respectos de un modo paliado; porque aún no había aparecido el Libertador que rompiese las enormes cadenas que esclavizaban el imperio de los Incas, para que estos resortes eclesiásticos recobra· ~en su antigua elasticidad debilitada, y casi destruida, y se presen– tasen, no cual unos exactores de su gratuito ministerio, sino dignos de su augusto carácter, a bendecir al Pacificador que los vivifica· ba. Extraordinario es, señor, este homenaje; pero sumamente más

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