Historia de la emancipación del Perú: el protectorado
RICAFORT 559 Así, que, con sonrisa poco menos que infernal, tendió el bri– gadier hispano la desdeñosa mirada sobre aquel hormiguero enor– me, que, con broncos clarines y estentóreo vocerío, parecía anun– ciar la pérdida de los recién venidos; y, sin siquiera reputado digno de un empleo total de fuerzas, impartió orden al coronel don Antonio Seoane, de lanzarse, a tiros primero, y a sable lim– pio después, sobre las indiadas más próximas, encaramadas en aque'llas cimas y faldas donde se aconcha y desenvuelve la ruta conducente al seno de la población. Mientras la artillería cañoneaba y disparaba indemne las es– pesas multitudes, tangibles casi, derramadas, como alcatifas mul– ticolores, sobre las restantes crestas del valle y dentro la quebra– da, Seoane disparóse contra los estorbos que se 'le habían indica– do como objetivo, iniciando en ellos una atroz carnicería. El cañoncito pedrero que consigo trajeran los "cholos'' del mestizo La Barrera, hacía tiros sin blanco, inofensivos para los españoles, cuya metralla, en cambio, barría innocua e inicuamen– te, aquellas bandas de seudosoldados impotentes, empeñados en acercarse al adversario, para poder utilizar sus picas, palos y re– jones, en duelos personales cuerpo a cuerpo, sin lograr otro ob– jeto qu~ el de ofrendar el pecho a un inmediato y estéril sacrificio. Más que aglomerados, confundidos en espantoso amontonamiento, ora para embestir, ora para protegerse, apenas si conseguían hacer algún daño con sus hondas (en que son eximios), produciendo serias contusiones, y alguna que otra muerte, en los enemigos; sin pensar siquiera en escudarse tras los naturales y múltiples para– petos ofrecidos por la desigualdad del terreno, y antes bien em– barazándose, estorbándose y perjudicando a sí mismos. No tanto por la resistencia, militarmente nula, cuanto por la cifra y extensión de la turmabulta interpuesta en el trayecto, duró aquella mortífera sofrenada unas tres horas. Había comen– zado a las cuatro de la tarde, y sólo hubo de acªbar en plena no– che, en los suburbios de la consternada y casi desierta Huaman– ga; desierta casi, por la temprana huída de cuantos vecinos inde– fensos habíanse manifestado amigos de Arenales o sus partida– rios al paso reciente del glorioso caudillo. Eran las ocho dadas, y empezaba a clarear la luna cristalina de aquellas elevadas sierras, cuando, al fin deshechas las indiadas y diseminadas tras las alturas, fatigadas de la matanza, tomaban rancho y alojamiento en el poblado los fáciles triunfadores. Mas, como a la una de la madrugada siguiente (30 de noviembre
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