Historia de la emancipación del Perú: el protectorado

236 GER~!AN LEGUIA Y MARTINEZ hermosura del Guayas", que la voz pública proclama prometida del Libertador; y alzando en vilo primorosa láurea de oro y es– malte, ciñe con ella las sienes inclinadas y ruborosas del héroe. Aparta éste aquella joya que le quema, engárzala en el diestro brazo, y: "No la merezco, dice ardorosa, sinceramente: hay aquí otros, más acreedores que yo a tributo tan honorífico y valioso; pero, aunque indigno de ostentarlo sobre mi frente, lo agradezco con toda el alma, lo acepto hoy y lo conservaré siempre, por el sentimiento patriótico que Je inspira, en homenaje a las angelica– les manos que me lo ofrendan y como recuerdo inapreciable de uno de los m ás felices días de mi existencia". XXIII Los presentes aplauden: Bolívar sonríe satisfecho: él es quien ha ideado la conmovedora manifestación; él quien ha suplicado a su prometida (22) el prestarse a ser la coronadora del gran pa– tricio: San Martín permanece encendido y cuasi confuso por esa escena '.'teatral" (como la llama Mitre); pues, "poco acostumbra– do a estas cosas (dice ese mismo autor) es, además, enemigo de ellas por temperamento" (23). Con la manifestación emocionante tributada por el bello sexo, ciérrase la recepción oficial. Los dos jefes de Estado quedan fren– te a frente, sin más compañía que la de sus edecanes (Guido, So– yer, O'Leary, Mosquera) y el secretario del Presidente de Colom– bia, coronel José Gabriel Pérez. A una señal de Bolívar retíranse todos a la antesala. Liberta– dor y Protector paséanse unos segundos, cada cual por su lado y en silencio: el Libertador, como siempre, nervioso, rápido, cam– biante, móvil; San Martín, como ensimismado, parsimonioso, tran– quilo, serio. Aproxfmanse y atraviesan una que otra frase en voz baja. El oído de los lejanos testigos no llega a penetrar lo que se dicen aquellos labios de que pende el porvenir de un mundo. Bo– lívar manda cerrar las puertas; los dos quedan absolutamente SO· los; se inicia la famosa conferencia. (22) Lo era ; sólo que en el subsiguiente viaje que hizo a Quito, olvidóla por la pasión y el ascendiente máximos que le inspiró y que sobre él obtuvo la quiteña Manuela Sáenz de Thorne, la misma de que hablaremos después. (23) Op. cit., vol. III, pág. 621.

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