La Rebelión de Túpac Amaru La Rebelión continuación
884 DOCUMENTOS DE LA REBELIÓN DE TÚPAC AMARU (CONTINUACIÓN) De la muerte desastrosa de mi hermano se pasaron pocos días, cuando fuí sorprendido en las alturas del pueblo de Surimana, por la infidencia de unas mujeres; mi persona fué encadenada, mi casa profanada, mis bienes saqueados, todo por mis paisanos, amigos y beneficiados. Estos mismos, habiéndome encontrado 100 pesos me dieron tormento, poniendo mis dos dedos menores de las manos den– tro de la llave del fusil y apretándolos hasta desengañarse que rto tenía dinero oculto que confesar; finalmente conducido al Cuzco, en · medio de bayonetas y de insultos groseros, se me puso en un calabozo obscuro e inmundo, con absoluta incomunicación, confundido con criminales de asesinatos y robos, y mirado y tratado peor que ellos; pasé un año en este lugar siempre hambriento o alimentado de las carnes inmundas que arrojaban en los mercados. Si oía la voz humana era para ser herido de las producciones torpes de los facinerosos que me rodeaban, o para ser insultado de estos mismos con los títulos de alzado y traidor. Si el carcelero iba a verme me anticipaba desde la puerta mil im– properios, examinaba mis prisiones, si estaban tan aflictivas como era posible, luego me abandonaba con aspereza, o me mandaba echar las inmundicias de la cárcel a la calle, recomendándome a los solda– dos de mi escolta, de suerte que yo era siempre estimulado por sus bayonetas aun cuando mis cadenas me impedían, o caminar acelera– do, o tomar las actitudes que ellos gustaban. El día que ajusticiaron a Don Pedro Mendigure, marido de mi prima hermana Doña Cecilia Túpac Amaru, a ésta y a mí nos sacaron montados en burros aparejados y azotándonos por las calles; pero lo más notable para mí era que estos hombres sentían un género de placer en mis embarazos y tormentos y a veces los tomaban por hu– mor, a manera de los conquistadores que cazaban a los indios con perros por diversión. El influjo de esta ferocidad había podido trasmitirse como por contagio hasta los mismos indios, naturalmente humanos y dulces, y a medida que su comercio con los españoles era más contiguo, los que me miraban en las calles a veces se atrevían a echar sobre mí un mirar compasivo; los que se habían hecho soldados, si no me insulta– ban con altivez, tomaban un aire de desdén insoportable; los mucha– chos a medida que mostraban por su color, o por una aptitud menos humilde pertenecer de más cerca a los españoles, eran conmigo más insolentes, y me oprimían de más injurias; parecían ser el órgano de sus padres.
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