La Rebelión de Túpac Amaru La Rebelión continuación
886 DOCUMENTOS DE LA REBELIÓN DE TÚPAC AMARU (CONTINUACIÓN) temor y otros por odio, nos dejaron ver una desgracia próxima, a pesar de la plabra de Carlos III, que nos había prometido toda se– guridad. Nos convencimos bien costosamente de que los tiranos no te– nían palabra, y que bajo de los que estábamos pertenecían a los que bajo de esta misma garantía sacrificaron a nuestros últimos Incas. El Corregidor de Urcos había sido destinado para ponernos en una nueva carrera de crueles sufrimientos por nuestra parte, de crí– menes horribles de la de los españoles, y de humillación para nues– tra especie que la han mostrado capaz de cometerlos. Se presenta un día con su .gente bajo la forma de la amistad, y cuando más des– cansaba en el círculo de mi familia, un primo mío, naturalmente ob– sequioso, se convida a preparar la comida necesaria para él y su gen– te; el pérfido corregidor le estorba porque le dice la tenía dispues– ta a poca distancia, donde lo convida a acompaf..arlo; lo lleva consi– go y rodeándolo astutamente de su gente lo prende y hace caminar escoltado. Llegados a un Santuario mostró el corregidor como buen español el deseo de hacer cómplice a la divinidad de cuanto acaba– ba de cometer; entremos, le dice a mi primo, y pidamos a la Virgen nos dé acierto en todo; y el primer fruto de esta oración fué hallarse mi primo a la salida de la capilla con una muy mala mula, en lugar de la que había dejado ricamente adornada. También yo fuí preso, y llegamos todos al Cuzco con los agüe– ros más siniestros; nuestros aprensares nos llenaron, al conducirnos, de todo género de injurias y desprecios; tomaron cuanto había en nuestras casas caballos, mulas y plata se repartieron como de un des– pojo. ¿Qué debíamos aguardar? Nuestras personas y familias fueron puestas en calabozos expresamente preparados al efecto. Mi primo Die– go Cristóbal sufrió la muerte, y su cabeza y miembros se pusieron en espectáculo a las entradas de la ciudad. Su madre, su mujer, sus hermanas, y cuñadas con otros muchos sufrieron la misma suerte. Por una causa admirable que jamás podré explicar, no fuí envuelto en esta carnicería, aun cuando la animosidad, con una mano sacríle– ga, puso el fuego a mi casa y sembró de sal sus escombros: el cura de Pomacachi fué el ejecutor de esta obra y así le imprimió un ca– rácter religioso como el padre Valverde, con la biblia en la mano, santificó el primer asalto a la vida del último Inca y la numerosa matanza de indios que acompañó aquella escena. En estas prisiones, donde por sistema debían ser inmundas, obs– curas, y los pr esus tratados con hambre, desnudez e incomunicación, permanecimos siet e meses. La soledad y dureza con que era trata-
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