Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICANAS 73 a ella. Siempre que así me explico, debe V. Paternidad reverenda entender que hablo excepcionando el Evangelio. ¡Luz sagrada, tú nunca me dejas, me diriges, me consuelas, y formas toda mi esperanza! ¡Maestro mío, tus palabras se hallan estampadas en el meollo de mi alma! ¡No permitas que lo que escribo y medito suceda jamás en tu ofensa! No es igual mi veneración para Moisés. En un solo capítulo en que habla a nombre de Dios y dice que son sus decretos los que pronuncia, ha– llo la ignorancia, la injusticia y motivos para el sabio de irrisión. Es el 21 del Exodo. Castiga con la muerte al que hiere a su padre o madre, y con igual pena al que los maldice. No un Dios, pero un legislador de caribes guardaría mayor proporción entre el delito y la pena. Prevengo que no es mi opinión la de aquellos escritores que consti– tuyen la obligación únicamente en el padre, y el derecho en el hijo. Por su sistema no estamos precisados a corresponder de ningún modo a los au– tores de nuestro ser. u~ simple acatamiento juzgan que es bastante re– compensa por los trabajos que impendieron en nosotros. Libre el hijo a separarse del padre en el momento que no necesita sus auxilios, lo es tam– bién a mirarlo como extraño, y en algunos casos como a enemigo. Los que así piensan nos distinguen poco de los brntos, y puedo decir que nos igua– lan en los decretos de la naturaleza sobre nuestra primera alimentación. No es menos extraña la paradoja de que la fuerza es el origen del po– der de los padres. Esta idea de un genio precipitado que quiso en sus pri– meros años batir al inmortal Montesquieu, da a entender que su obra no es otra cosa, que la de Hobbes. El protesta que nOí lo sigue, pero sus prin– cipios son los mismos que desenrolla. Dejemos ilusiones: el sabio por esen– cia como unió el placer al acto necesario de la propagación, para que el mun– do no concluyese en su primera edad; así infundió el amor en los padres pa– ra la prole, y el respeto y obediencia en los hijos. Sin estas dos leyes eter– nas, abundarían más en la China los expósitos, y el joven apenas habría salido de la pubertad, cuando correría por toda especie de vicios. Sujétalo al temor hasta que suceda la razón, y entonces obra la gratitud más justa. Muchas veces se ha visto violada esta ley natural, del mismo modo que las lluvias cayendo con exceso han causado diversos diluvios; el mar rompiendo sus límites tragó las provincias cercanas; y los montes no cerran– do en sus concavidades la materia eléctrica, cubrieron de fuego y ceniza, campos, ríos y ciudades. Por opiniones religiosas un rey de España quita la vida a su hijo a quien hoy da culto la iglesia. Otro sufre la misma suer– te por celos de un usurpador úrano. De Luis XVI se escribe que tuvo par– te en el crimen de Damiens; no lo creen los verdaderos sensatos; pero no se duda que la historia ofrece el ejemplar de hijos que subieron al trono so– bre el cadáver de sus padres; que los vieron con desprecio, después que re– cibieron de ellos la corona por renuncia, o que los encerraron en castillos,

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