Los ideólogos: Cartas americanas

74 ivlANUEL LORENZO DE VIDAURRE tratándolos como a rebeldes. Son estos fenómenos políticos como los otros físicos, que no varían las reglas del sistema universal. Amen las plantas a sus autores, y desgraciado del hijo que maldice a sus padres. ¡Qué digo yo: el que los maldice! El que levanta sobre ellos los ojos con desagrado, será sin duda infeliz en el tiempo, y en la eternidad. Dejemos la extensión del castigo al que conoce lo grave de la culpa. Pero una ley civil que imponga por este atentado la muerte, es notoriamente in– justa. Una satisfacción completa; un reconocimiento público del error co– metido; un corto castigo por la mano del padre, si las circunstancias lo per– miten; éstas son las penas propias de ese tribunal doméstico que no desco– nocieron los romanos, pero dei que en la antigüedad abusaron igualmente. Sea el último suplicio reservado para aquellos crímenes en que faltando el ciudadano a todos los pactos, debe perder de un golpe todos los derechos. Esta desprnporción de los castigos para con los hijos, se nota tam– bién en el Deuteronomio. En el Cap. 21, se determina que mueran a pie– dras los que hayan desobedecido a sus padres, y contra su prohibición se entregan a paseos, sensualidades y banquetes. Si nosotros siguiéramos las leyes del hijo de las aguas, cada día tendríamos de estos espectáculos, ni habría padres tan feroces que solicitasen en el tribunal respectivo la de– claración de la pena. ¿A un Dios no se le ofrecía mejor plan de educación? ¿A un legislador divino le faltaban los medios para hacer buena la juven– tud israelítica, y le era necesaria la más torpe atrocidad? ¿No había pri– siones, ayunos, trabajos fuertes, destierros y otras correcciones prnporcio– nadas a la gravedad de los casos? Mucho trabajo costará para que yo crea que el autor del universo dictó este capítulo: sigamos con su crítica. Al que mata al esclavo de un golpe, lo hace de algún modo criminal; viviendo uno o dos días, ya no merece el agresor ningún castigo: la razón es porque obra sobre su plata. ¡Cuantos errores, cuantas contradicciones! Si en el segundo caso, el amo no merece corrección porque dispone de una cosa suya, ¿por qué la merecerá en el primero? Y si en el pTimero la me– rece, ¿por qué no la merecerá en el segundo? Y llamar a un hombre ra– cional igual en todo a otro, capaz de virtud y vicio, dinero, caudal, cosa inanimada, o animada como el bruto, ¿no es de los delirios más crasos, más reprensibles, más contrarios a la recta razón? ¿Un Dios dice esto? Yo de ningún modo lo puedo creer. ¡Cuántas consecuencias! En otros lugares leemos que había tiempos destinados a finalizar la esclavitud, modos de suavizarla y moderarla. No diferencio este código de todos los antiguos en que pTesenciamos las bizarrías del entendimiento cuando carece de cultura. ¿Y por qué diremos francamente de otras legislaciones que son bárbaras, cuando hallamos en ellas estos despropósitos, y no formamos el mismo dic– tamen sobre la de los judíos? Es mucho más fácil de persuadirse que con los años se han viciado los capítulos por manos extrañas, que atribuir a

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