Los ideólogos: Cartas americanas

80 l\.1ANUEL LORENZO DE VIDAURRE guna recompensa. La iglesia no obstante jamás dio sus caudales a ningún necesitado sin aseguraTSe con los frutos de ellos. Para el divorcio señala como causa única el adulterio. Se admiten con todo, otras muchas, según lo observamos diariamente. ¿Pero para qué es detenernos? ¿Las obras de misericordia no se mandan en el Evangelio? Pues ¿cómo no se han puesto por precepto, ni se ha tenido por pecado el prescindir de ellas? ¡Qué ha– bría que desear en el mundo, si la religión cristiana fuese observada según la intención del hombre Dios! No se conocería ni el hambre, ni Ja pobreza, ni los pleitos, ni las injurias. Compondrían todos los fieles una sola fami– lia, y en esta sociedad no temerían los reyes ser precipitados del solio, ni los vasallos las cadenas de] déspota más fuerte. Lo que hay es que somos tan pegados a lo ceremonial, como indóciles a la caridad evangélica. No faltará al ayuno ni a la misa un avaro, que deja perecer medio pueblo, con– siente se sacrifique Ja doncella, y tiene serenidad para ver podrirse en un calabozo un padre de familia porque a tiempo no le pagó unas pocas mo– nedas. Si cualquier hombre racional debe ser lib-re a discurrir sobre las ma– terias que no son de fe, ¿por qué no creeremos que el ayuno de que habló el Señor con referencia a las horas en que estuvo sepultado, se entiende, de Ja aflicción en que quedarían sus discípulos? Podemos decir un ayuno ver– dadero. ¿Cuál de ellos sería capaz de alimentarse en el viernes y sábado, ya con el dolor que les causaba haber visto muerto en un patíbulo al hom– bre más santo, ya con la esperanza de su resurrección como hijo unigénito de Dios? Jesu Cristo vino a quitar los pecados, no a aumentarlos consti– tuyendo nuevos mandamientos. Para darle al precepto mayor fuerza, se ocurre a su antigüedad. Se supone haberse observado desde el tiempo de los apóstoles, y por ellos mis– mos. Convengo en uno y otro; pero no en que ésta fuese una obligación que hiciese ley, y que la hiciese para todos los tiempos venideros. La ma– yor prueba de no haber sido una regla general, es que los apóstoles cuando se congregaron en Jerusalén a tratar de los negocios correspondientes a la naciente iglesia, ordenarían esta parte de la disciplina para que fuese uni– versal, lo que en mi concepto forma el verdadero catolicismo. Se trataría de esto en las actas apostólicas, en las que no hallamos la más pequeña de– terminación sobre el ayuno. Es muy creíble que en aquellos tiempos en que la caridad cristiana ardía, hubiese mucho ayuno, y mucha oración. Todos estos eran actos vo– luntarios; y así es, según escribe el Irineo, no se había establecido un tiem– po fijo. Sus palabras son: "unos ayunaban un día, otros dos, otros más, algunos cuarenta, computando las horas del día y la noche para completar– los". Entenderemos según ese cálculo que eran veinte, cuando mucho, los que se ayunaban. Sigamos hasta el cuarto y quinto siglo, y notaremos es– ta misma variedad y sostenida nuestra opinión por los Casianos, Crisósto-

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