Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICANAS 85 dad, purificará el oro, consumiendo las escorias que ahora lo cubren. Estoy cierto que usted medita; la mitad del camino está adelantado. Infeliz del que formado un sistema no admite contra él la más pequeña idea. El ayuno en cuanto a la forma es de precepto eclesiástico. En cuan– to a su necesidad es de decreto divino. Estamos obligados a ser perfectos. Jesu Cristo lo dijo. Consta en el Evangelio que usted tantas y tantas ve– ces recomienda. Para serlo hemos de usar de los remedios oportunos. Las pasiones no tienen un freno más fuerte que la abstinencia. ¿Dejará un hombre devorador de ser sensual y orgulloso? El que no quiera incurrir en estos vicios y en otros más enormes, está oblígado por precepto inmutable a minorar sus alimentos. ¿Cuál será la regla de esta moderación? ¿Quién deberá constituirla? Ya entramos en el punto preciso de la autoridad de la iglesia. O la guía debe ser la razón sola de cada individuo, o la iglesia cons– tituida por J esu Cristo con asistencia del Espíritu Santo. Cuan poco segu– ra sea la primera lo tocamos en cada momento. Si en nuestro entendimien– to hubiesen tales luces y fuerzas, que jamás nos separase de lo justo y cier– to, no necesitaríamos de otro auxilio; mas no es así. La ignorancia y el error nacen con nosotros y se suceden. Ese timón muchas veces es tan dé– bil, que no puede salvarnos de los peligros. Lo conocemos y es por esto, que en los asuntos temporales graves en que muchas veces nos vemos com– prometidos, buscamos el consejo de otros. Cree el prudente este recurso tanto más indispensable, cuando crece la gravedad de la materia que trata, y advierte el influjo que en ello tienen sus pasiones. Es un temerario el que sin consulta se arroja en un comprometimiento del que depende su fe– licidad o desgracia posterior. Apliquemos estas reflexiones sensibles. Confiesa usted la necesidad del ayuno. Lo practicaron los gentiles, y filósofos antes de J esu Cristo. Esto quiere decir que la luz natural jamás opuesta a los preceptos divinos y eclesiásticos, distinguía el gran provecho que resultaba de su práctica. En nuestra religión debe observarse para di– rigir en santidad nuestras acciones. Buscamos el método para usarlo. ¿Dónde lo hallaremos mejor que en la iglesia? El obedecerla es un man– dato divino, no es una usurpación de pontífices y obispos. J esu Cristo or– denó que enseñasen a todas las gentes. Luego dispuso que los pueblos res– petasen y siguiesen esa doctrina. Sabe usted por su Vattel, que los dere– chos y obligaciones son íntimamente conexos. Sin la voz de los prelados cada uno se dictaría su norma. De aquí la confusión, el verdadero abuso, y por último el abandono y el desprecio. Si los paganos se sujetaban en es– te y en otros actos religiosos al que dictaba los ritos, ¿por qué nosotros ten– dTemos por intolerable el yugo? Ha variado el modo en el tiempo, en la clase de los alimentos, y aun en las horas destinadas para la refacción. ¿Qué precepto es este tan sujeto a vicisitudes? ¡Ay, amigo mfo, nos quejamos de lo que la iglesia era quien

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