Los ideólogos: Cartas americanas

86 MANUEL LORENZO DE VIDAURRE debía quejarse! Sé muy bien que ha leído usted la historia eclesiástica an– tigua, ella nos dice lo continuos que eran los ayunos. Todos los fieles eran abstenidos los miércoles, viernes y sábados; en los demás días se observaba tal parsimonia, que desearíamos que fuese igual hoy entre nosotros en los días de vigilia. Entonces la iglesia no necesitaba mandaT. Ella se regoci– jaba en la santidad de sus hijos. Con los años advierte la alteración. Co– noce que se va insensiblemente aflojando de los loables usos, y ya se ve obligada a promulgar el precepto. Un gobernador prudente acomoda sus leyes a los tiempos, procuran– do siempre que se mantenga ilesa la justicia. Así la iglesia pa11a que no de– saparezca por nuestra frialdad el ayuno lo ha ido combinando con nuestras mismas debilidades. Estas condescendencias son las que le increpamos. Porque sigue el carácter del maestro que todo es suavidad, la tenemos por inconsecuente e injusta. Malos hijos y delincuentes: desobedecemos a nues– tra madre, y la acusamos porque no nos castiga con rigor. No olvido que ha indicado usted que esas alteTaciones aun cuando fuesen racionales, era una jurisdicción propia de la iglesia, no de los pontí– fices por sí solos. También toca usted sobre las bulas, y su venta, cosa que no ha habido otro moderno que no critique. Estas son cuestiones muy gra– ves para unirlas con la presente. Diré algo, porque mi silencio no se crea una confesión o convenio con lo que usted expone. J esu Cristo dijo a todos los apóstoles, bautizad y predicad. A San Pedro por tres veces apacienta mis ovejas. A éste le entregó las llaves sim– bólicas, y fue reconocido como superior por sus mismos compañeros. Tan– to es el respeto que se le tuvo que San Juan no se atrevió a registrar el se– pulcro del Salvador hasta que llegó el primado. No Tepelo por esto la ne– cesidad de los concilios que comenzó en Jerusalén, y debe durar hasta el fin del mundo. Oigan los pontífices a los obispos y los sabios, pero no se les niegue la facultad de gobernar en lo que toca a la disciplina. No se ha de reunir un1 concilio general para cada uno de los casos distintos que ocurren en diversos reinos y provincias. Si se tratase de extinguir un mandato o añadir otro, estaría bien que se juntasen los padres. Una alteración que deja aún permanente la sustancia de la cosa, no necesita tan grandes so– lemnidades. En cuanto a las bulas de indulto, es tanto lo que se escribió en el tiempo de la reforma, que casi nada nuevo puede añadirse. Yo leo en Da– niel que le dice a un monarca, redime tus pecados con limosnas. Esta com– pensación hace el pontífice con el ayuno. Con todo, si yo fuese capaz de aconsejar a la primera cabeza de la iglesia, extinguiría toda estipulación. Era el modo de que cayesen las armas de las manos de nuestros declarados ene– migos. Sólo me resta contestar a usted a la pregunta ¿si los hombres pueden formar preceptos que hagan perder el reino del cielo? Aquí mezcla usted

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