Los ideólogos: Cartas americanas

90 MANUEL LORENZO DE VIDAURRE Recuerdo en mi niñez dos loros; uno que tenía el Marqués de Casa Concha, y otro el pulpero que habitaba bajo de sus balcones. Hablaban perfectamente, distinguían por sus horas el almuerzo, comida y cena. Lla– maban a las personas por sus nombres y sus clases. Servían de fiscales en los defectos domésticos. Entre todo, lo que me llenó más de asombro fue el suceso siguiente. Subieron al loro del pulpero paTa que hablase con el del Marqués. Se veían los dos pájaros con bastante atención, y guardaban un silencio profundo. Todo el concurso los invitaba para que rompiesen su conversación. La que hubo fue muy corta, y es la de este diálogo en que los distingo con una M. y una P. iniciales de sus dueños. Así es preciso porque el fanatismo de jerarquías se ha de extender hasta los irracionales de los hidalgos y los príncipes. M. Habla pues. P. Habla tú. M. Habla tú primero. P. Tú debes ha– blar qw~ estás en tu casa. Entonces el marqués que era abogado del san– to oficio y hombre muy adicto a la inquisición, hizo que se separasen, te– miendo que el diablo hablase por aquellos picos. Yo tenía entonces siete años, y no obstante creía que el marqués era menos racional que los lorns. Este fue uno de los sabios de mi patria. ¡Admire usted el estado de la li– teratura por entonces, y compárelo con los astros que alumbran hov día nuestro país! Aquella ocurrencia y haber leído el siglo pitagóTico me hizo incli– nar desde entonces a la metempsicosis. Confieso con Lucano que ésta puede ser una mentira agradable. Ni quiero buscar sectarios, ni lo soy de mí mismo. ES>toy lejos de convencerme de la fuerza de mis argumentos. Los detesto, si por acaso ofenden a nuestra religión. En cuanto a la ver– dadera moral nada hay de opuesto. Por el contrario cuando mi discurso no se tome como una fábula ella es muy útil para mejorar las costumbres. Yerro menos que los filósofos antiguos, que los indios y chinos, que los ju– díos y muchos cristianos que como dice San Crisóstomo, creyeron en la transmigración. Yo no hablo como persuadido de ella. Es la tertulia por escrito con un amigo. Mi juicio además de esto, lo limito de tal modo que parece consulto lo más delicado de nuestra creencia Estamos ciertos que las almas después de la muerte tienen tres des– tinos. El cielo para los buenos, el infierno para los malos y el purgatorio para satisfacer aquellas manchas que si no extinguieron la caridad, ensu– ciaron por lo menos las vestiduras haciéndolas desagradables a la vista del esposo. Es también evidente que aunque según lo decidido por la iglesia, estarnos obligados a creer que hay un tal estado de purificación, y que nin– gún impuro entrará a la mansión de los justos; no se nos ha obligado a creer cuál es ese lugar, dónde se halla, y qué clase de penas son las desti– nadas. Como yo estoy tan poco avenido con el fuego, y tan penetrado con Ja bondad de Dios, hallo mil caminos para concebir menos terrible su jus– ticia. Entre éstos se me ofrece la metempsicosis como el más seguro. Res-

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