Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICANAS 93 respetable tribunal de la inquisición. Sin duda éste fue un triunfo para un sexo que ama tanto las victorias. Continuando el argumento de la carta anterior sobre el carácter de nuestra Condesa, trato en ésta no de dar mi dictamen sobre la ilustración que les corresponde, sino sobre la autoridad que debe tener un marido. Sa– bemos que entre los egipcios, griegos, persas y romanos, el poder cuasi no tenía límites; había una subordinación perfecta. Entre todas las prácticas antiguas, ninguna me agrada tanto como aquel tribunal doméstico que se formaba para juzgarlas. ( *) Allí erán sentenciadas en secreto, y sufrían las penas prudentes, que nunca serían muy rigorosas dictadas por los con– sanguíneos. Soy sumamente opuesto a que el castigo sea, ni con el bastón, ni con aquel modo que recuerda los primeros años usando de la frase de una de las Persianas. Es un principio muy contrario al honor, abatir has– ta ese grado a las madres de nuestros hijos. Esta brutalidad la aprendie– ron sin duda los indios de los rusos que contemplo fueron los primeros ha– bitantes de la América. La rusa y la india se quejan igualmente cuando el esposo no las maltrata, y la inglesa campesina sufre con paciencia este ac– to de dominio. Quiero que la mujer sea sujeta al marido, y queriendo esto no hago, sino seguir la ley de Dios en el Génesis. En todos los pueblos mientras hu– bo esta subordinación las costumbres fueron buenas. Comparemos aque– llos tiempos de Grecia en que las mujeres asistían al teatro cuasi de un modo invisible, con los de Sila, y posteriores en los que indistintamente se mezclaban en Roma. En los unos había maridos, en los otros eran me– nos que unos compañeros, sin la más pequeña superioridad. No es este el orden de la naturaleza. Si queremos seguir sus huellas trasladémonos a los siglos remotos, en que la corrupción no había formado leyes contrarias a las dictadas por el Creador. Antiguamente el mayor elogio que se les ha– cía era llamarlas madres. Esta era propiamente una dignidad natural. Co– menzó el título de madamas o señoras, y todo fue perdido. En Francia permanecen en una perfecta tutela. No hay país en el universo donde es– tén más emancipadas, si exceptuamos nuestra capital de Lima. Mujeres orgullosas, llenas de lujo, dirigidas por sus caprichos, han de dar a la patria malos ciudadanos. Dice Montesquieu que en las monar– quías recibimos tres educaciones: la de los padres, la de los maestros y la del mundo. Soy de sentir que no debe haber ·sino una sola en todas las edades y estados. Entre las causas de los errores comunes señala Helve– tius el defecto en los que educan, cuasi todos pueden referirse a estos. Sien– do las madres las personas de quienes aprenden más, se puede concebir que (*) Este método lo juzgo superior al de Atenas con la magistratura constituida a este fin.

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