Los ideólogos: Cartas americanas

94 MANUEL LORENZO DE VrnAURRE son las que forman los tiernos corazones. Ahora pues, si el autor del Emi– lio estaba persuadido que una sola palabra inoportuna de un doméstico, atrasaría seis meses la educación de un niño ¿qué efecto podría lograrse con una madre llena de vanidad, de prejuicios, y tal vez de crímenes escanda– losos? No hay que admirarnos, que Esparta entre nosotros tenga tan po– cos hijos, y que los más sean sibaritas. Esta es una consecuencia de la renuncia que se ha hecho por los hombres, de la autoridad tan natural y necesaria. Es lo más sensible, que si alguno quiere recuperar sus derechos, la venenosa arma de lo ridículo, cae sobre él, se le destroza y acaba. Es el objeto df! la placentería de estrados y tertulias, y con los colores que se da al gobierno doméstico que intenta, se acobardan e intimidan los demás padres de familia que escuchan la irrisión que sufre la virtud. En Roma se eligió un dictador en tiempo de las emponzoñadoras que iban destruyen– do la capital. Es necesario lo nombremos si se quiere que la América flo– rezca. ¿Y cuál será este dictador? La opinión pública formada por noso– tros mismos. Estemos ciertos: las mujeres nada son por sí: reciben las impresio– nes que les damos. En Roma y en Grecia inspiraban el amor a la gloria. En estos mismos lugares provocaban a la más horrible crápula. Sean los hombres virtuosos, manifiesten Tepugnancia a la prostitución y libertinaje, respeten el pudor, den a entender que aman más las bellezas del alma que las del cuerpo, llenen sus deberes con exactitud, seguirán sus esposas el ejemplo. Llegará caso en gue el vicio quede tan escondido como hoy lo está la virtud. No será posible que el sexo débil resista a los mandatos de un hombre prudente y moderado, que respeta la justicia aun entre sus domésticos, y contra cuyas órdenes apenas se puede oponer un llanto tran– seúnte, o alguna despreciable vocería. Pero no es ésta la obra de uno solo, o de algunos pocos. Debe ser h1 reforma general para conseguir el fruto. De lo contrario los novadores sufrirán todo el peso de la maledicencia. Serán sacrificados por aquella chusma pestífera de vagos, que se ocupan en quitar el tiempo y el honor en las casas. Estos son los más grandes corruptores de las mujeres com0 notó muy bien Montesquieu. Esos frívolos que no tie·nen otra conversa– ción que de amores, anécdotas lascivas, modas, intrigas y murmuraciones. Debía el plan comenzar cerrándoles nuestras puertas con la misma firmeza que yo abro mi corazón a un amigo que amo, y que me costea los ratos más preciosos de delicias.

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