Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICANAS 95 CARTA A UNA ANTIGUA AMADA Carta terrible: ella me quita el último y único bien que me había quedado en mis desgracias. La calumnia aniquiló mi corto haber, marchi– tó mi opinión, puso en contraste mi plaza: aun me tenía a mí mismo, y en medio de tantos males gozaba tranquilo de una superioridad de alma que mis iracundos enemigos desconocen, y que no se compra ni con el caudal, ni con la protección, ni mucho menos con la intriga. Una filosofía no fas– tuosa y de palabras, sino moderada y justa, me hacía esperar la última re– solución del rey sin temor ni abatimiento. París, Boston, Holanda me ofre– cían a la imaginación un piadoso albergue para los pocos años que me res– tan de vida. La separación eterna de mi mujer e hijos la veía como el efec– to preciso de la muerte. Ha llegado decía, esta hora natural aunque espan– tosa, es necesario conformarse con las órdenes del eterno. No soy mármol, ni tengo el lenguaje de un hipócrita: mi corazón se agitaba, pero este mo– vimiento desaparecía como una pequeñísima nube que apenas arroja el agua, que puede humedecer la tierra. Era este mi estado, adorada B. cuando el efecto de un cumplimiento a un amigo que me distingue, me hace verte después de siete años de una separación más de estudio que voluntaTia. Tiemblo: dejo mis cláusulas sin concluir: me es imposible el disimulo, y hago testigos de mi pasión a los más desprevenidos. Me igualo al necio que sin consideracion a un gran depósito de pólvora que tenía cerca de sí, se llega incauto al fuego. En mi pecho se hallaba esa materia combustible de mis deseos, de mi locura, de mi ardor, e imprudente, oso tomarte en mis brazos, y hacer que palpiten unidos nuestros corazones. ¡Qué triunfo para la pasión! ¡Pero qué abis– mo de horrores! Vue.lvo a la ciudad con el desmayo que siente el labrador al que una tempestad arrebata toda su cosecha. Los libros me son amigos insípidos y su conversación no me es soportable por diez minutos. En el paseo ya no raciocino con aquella exactitud que hacía mi consuelo , Decía antes, ¡qué de bienes tiene el hombre! El campo le ofrece una hermosa perspec– tiva, y poco importa que las heredades sean ajenas si las disfruta como pro– pias. En el curso de las aguas medito la brevedad con que pasan las feli– cidades y desgracias. El canto de la ave al recogerse, era una lección, pa– ra conocer que duerme tranquilo el que forma un círculo pequeño a sus necesidades. Los cielos... ¡ah! los cielos. La mansión de la verdadera amistad que no ~e negará por un seT pacífico al hombre que no dañó a na– die, que fue justo y sensible. Estas reflexiones consumían mi tiempo, y yo tornaba a mi lectura y a mi meditación. Mas ¡qué distintos objetos son los que me rodean después de nuestra primera vista! El sol al caer me anuncia la separación de dos amantes que

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