Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICANAS 97 formándolos fue una obra del entretenimiento, o una política en la nece– sidad de la respuesta. Después de ciento veinte y nueve días que hacen en esta fecha que unidas nuestras almas aún más que nuestros cuerpos, nos juramos un verdadero matrimonio en el eterno enlace de nuestros corazo– nes; yo no supe de tí, sino por una esquela única llena de hielo y puedo de– cir que de indiferencia. Te dejé en las puertas del templo. Jamás a la Dei– dad se le hizo sacrificio ni más digno, ni más costoso. No tembló el brazo de Abraham al ir a derribar el cuello de su hijo, como mis labios y mi plu– ma al escribir la renuncia que hacía de tu belleza por respeto al honor 'y re– ligión. ¡Momento terrible! Amar y obligarse a no poseer, o es heroísmo, o es locura, o es el último grado de piedad. Se estremece el hombre sensi– ble cuando lee en el poema de la Julia el permiso de su amante para que proceda a un nuevo vínculo elegido por su padre. Se conoce que es ficción, pero ella es de tanta entidad que espanta aun siendo una sombra. ¿Qué será la realidad de un divorcio, cuando no éramos constituídos en aquella doble impotencia en que estuvieron Eloísa y Abelardo? Amada mía, yo sentí todo el peso de mi desgracia, y el público es testigo que perdí el co– lor, enflaquecí con exceso, se arruinó mi salud, me negué a visitas y ter– tulias, y estuve esperando el instante último de mi trágica vida. Yo ví en el campo un ruiseñor que cantaba con repetición y cierta especie de tristeza. Reparé que volaba impaciente de un lugar a otro, sin hallar sosiego, llega al nido, y vuelve a salir Tedoblando sus gorjeos. ¿Has perdido, le dije, tierno pajarillo a tu amante? ¿Te ha sido infiel? ¿Ha– bita con tu rival en otros ramos? Te diré que al hacerle esta pregunta, quedé inmóvil por algunos minutos, bañando mi cara lágrimas que salieron sin sentirlas. Si te lo confieso, no es debilidad, y si lo es, ella tiene ejem– plos que me disculpan. Antonio, uno de los tres señores del mundo, pier– de la vida y el imperio por la infiel Cleopatra. ¿Qué es de admirar que un magistrado en las cercanías de la vejez, adore a la mujer más hermosa de la América? ¡Vosotros mortales, sujetos a pasiones como yo, vedla y de– cidme, si fue más digna del culto la hija de las aguas! Sin tí nada podía divertiTme. De la tristeza paso al furor, y por in– tervalos mis acciones manifiestan la disminución de mi juicio. ¡Pero qué contrastes! Mis amigos y llegados ya dudan que restaure la salud. Llega a mis oídos el susurro de sus conversaciones, y ciertas palabras sueltas me dan a entender la gravedad de mi accidente. Al mismo tiempo se me avisa que te hallas en los circos, paseos, y en el cúmulo de la alegría. Si: sí: yo te ví alguna vez con los adornos con que asistes a las diversiones públicas; supe después lo satisfecha que estuviste con ellas. Tengo noticia de tus conveTSaciones, de tus pasos, de tus secretos pensamientos. No regalaste una flor sin que la noticia llegase a mí en el mismo día. ¿Es ésta tu corres– pondencia? ¿Son estos tus juramentos? ¿Has guardado los religiosos pac-

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