Los ideólogos: Cartas americanas

I 104 l\1ANUEL LORENZO DE VIDAURRE tropas a Talcahuano. Si tiene el genio creador de Ercilla cantará y llora– rá su aus'encia. como otro Ovidio en el Ponto. No hay remedio para el amor como la separación. Si David hubiera hecho viajar a sus hijos, no hubiera tenido tan terribles pesares domésticos. Nos ocupa el bien pre– sente, el pasado causa una memoria agradable, pero no satisface; el veni– dero agita el deseo pero no se antepone al que se goza. Es por esto que somos tan indiferentes para los placeres eternos espirituales. Si no los re– nunciamos solemnemente, por lo menos cuidamos muy poco de asegurar– los. El amante, si hoy en el ocio nada en su pasión, en la guerra tendrá sen– timientos más dignos, y tal vez coronado de laureles se posesionará de otra hermosura más completa. No somos héroes en el regazo de nuestras ama– das. Aquel mahometano que a la vista de sus tropas cortó la cabeza de la esclava que lo tenía en prisiones, fue un bárbaro feroz, pero su hecho ad– mirable moderndo, es una lección sublime para los guerreros. Alfonso de España se había dormido en los brazos de una judía; nuestros inexorables abuelos indiferentes a sus atractivos la asesinan. El valiente monarca re– cuerda y asombra de nuevo a los sarracenos. Al capitán Sapador no le agradarán mucho mis consejos, pero es preciso que obedezca. Terribles son las leyes civiles en cuanto a los matrimonios. Hoy las nuestras españolas parecen las más rigornsas. Según la última ordenan– za el padre no está obligado a dar razón de su disenso. Basta que no ac– ceda para que se dividan corazones que por la inclinación, la simpatía, o tal vez por el convencimiento, habían formado los lazos más fuertes y sa– grados. Conspira a esta práctica la disciplina de la iglesia. El concilio de Trento exige el consentimiento de los padres del mismo modo que el de los esposos. Tenían los franceses una ordenanza cuasi igual a la nuestra, y en las demás naciones desde la antigüedad se hizo esta: disposición tan común, que puede llamarse de derecho de gentes. ¿Y esta ley es racional o la del más poderoso? Esta es la materia de mi carta. Los libros sagrados en este punto me parecen en contradicción. Si atendemos al Génesis, vemos que el hombre debe y puede separarse de su padre y de su madre para unirse a su esposa. Esto importa tanto como una libertad natural en esta unión, sin conocer en ella superior ni precepto. Siendo en lo social este contrato el que más nos interesa, cuyas consecuen– cias buenas o malas caen sobre nosotros mismos; es muy sensible sujetaT– nos a los caprichos y disposiciones de otro, y jurar el amor a una persona a quien siempre se ha de aborrecer. Con todo Moisés obliga al israelita a casarse con la viuda del hermano que moría sin sucesión. El que rehusa– ba el matrimonio sufría en público un castigo infame. ¡Cuantas veces el desgraciado judío tendría que separarse del casto y dulce amor de la tier– na doncella, a quien había dedicado sus votos, para subir al triste tálamo de una mujer ajada, y que pudo con indiscreción causar la muerte de su primer marido! Creer y amar son dos cosas a las que ninguna autoridad

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