Los ideólogos: Cartas americanas

106 l\1ANUEL LORENZO DE VIDAURRE jubeo? Ya se ha escrito que la causa de que por lo regular sean tan po– cos los matrimonios acertados, es que los padres sólo atienden a los bienes, y los hijos a las personas. Entre las gentes de calidad son uniones políti– cas más bien que de simpatía. No es amar ir tras las rentas y dignidades de un marido. Si no había diferencia de clase entre Eloísa y Abelardo, con justicia se quejaron estos amantes de la tiranía que los separaba. Dice un pensador que se conoce la corrupción de un estado, y des– potismo del gobierno por la disminución del poder paternal. Pone el ejem– plo en Roma, la que se halla virtuosa cuando los padres podían matar y ven– der los hijos, y criminal cuando las leyes detenían la cuchilla, y hacían que se respetase la libertad. En todos los pueblos recién fundados los padres tenían facultades ilimitadas. De ellas no nacía la virtud, por el contrario la virtud era la que impedía el abuso. Eran virtuosos porque no conocían grandes necesidades. Eran justos porque el interés privado, como corto, cedía siempre al público. Corrompidos y con una jurisdicción absoluta, co– meterían los mayores excesos y atentados. ¿Quién no ve la tiranía brincan– do muchas veces los límites señalados por las leyes? Se dedican las hijas a los monasterios para aumentar el patrimonio de un varón, que continue el lugar y apellido de una casa. Los matrimonios de trueque son conocidos en todos los pueblos cultos de la Europa. ¡Ah! por lo común cuatro vícti– mas sacrificadas a la avaricia, y a la ambición! Persuadámonos que si hu– biera derecho de vida y muerte, se figurarían delitos por no dividir la he– rencia entre muchos, y padecerían infinitos inocentes sin otra culpa que la de no haber nacido los primeros. Yo me horrorizo cuando leo las causas del príncipe D. Carlos, y del hijo del Zar. ¿El amor natural mitiga la cóle– ra de un padre enfurecido? La falsa gloria es más poderosa que ese amor. Sin destruir la jerarquía que formó la misma naturaleza, auxiliese por los magistrados y las leyes. No se abran los tribunales contra los au– tores de nuestra existencia con la franqueza escandalosa que notó Montes– quieu en sus Persianas. No sean admitidas frívolas demandas ni quejas im– portunas. Oigase al hijo únicamente en la sevicia insoportable y cuando corre riesgo su salud temporal o eterna. Sea uno de los casos el disenso irracional en los matrimonios, como se ha observado hasta la época en que se expidió la última real cédula que hoy rige. El ministro imparcial ni aten– derá únicamente a la persona como los amantes, ni a la ganancia como los padres. Obrará la ley sin acaloramiento. Ella es toda razón y nada tiene de sensible. Depositen ante ella sus voluntades todos los ciudadanos, y de– saparecerán de la sociedad las desgracias. En nada deben fijar tanto los legisladores su atención como en los matrimonios. Los males de un partido errado no quedan entre los muros domésticos. Siente la república los estragos aunque la familia no sea la de Augusto. Tiemblo al leer en el Emilio el fin que dio el filósofo a un lazo

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