Los ideólogos: Cartas americanas

XII ALBERTO TAURO ción personal que lo dominaba, desde que su padre le hiciera sufrir la des– heredación y aun la insólita negación de su consanguinidad, para castigarlo por haber contraído matrimonio sin su consentimiento. Y además: si he– mos de creer sus alardes sobre la versatilidad y la fortuna de sus relaciones amorosas, podremos inferir que sus veleidades le dejaron el amargor de la insatisfacción y lo obligaron a frecuentar el asedio platónico, la confiden– cia o la explicación atoTmentada; y como mantuvo una incesante actitud de crítica frente a las circunstancias y los hombres de su tiempo, presumi– mos que debió excitar los comentaTios alusivos de sus amigos; de modo que todo lo inducía a prodigarse en busca de comprensión y afinidades, y sus cartas se multiplicaron en forma caudalosa e imponente, fingiendo una ex– traversión que intentaba negar o canalizar las angustias cotidianas. Como género liternrio, la carta ha ofrecido muy ricas posibilidades a los escritores de todos los tiempos: porque no está sujeta a reglas en lo ata– ñadero a su forma o su fondo, ni reconoce convenciones en lo pertinente a su extensión o el plan de su desarrollo; y con igual propiedad puede acoger la efusión sentimental o el comentario intencionado, la crónica menuda o trascendente, la observación pintoTesca o el escrutinio erudito, y aun la más rigurosa alegación doctrinaria. Tal libertad, unida a su presunta informa– lidad, fueron estimadas ppr la antigua retórica, para establecer que la sen– cillez y la claridad debían ser las cualidades definitoTÍas de las cartas; y, como recurso de la elocuencia, vióse su eficacia en la persuasión llevada al ánimo del lector, con respecto a la verdad o la bondad de las posiciones asumidas por el autor. Alto aprecio ganaron en los siglos de religiosidad ferviente las que escribieron Santa Catalina de Siena y Santa Teresa de Jesús, paTa referir sus deliquios místicos y las pugnaces misiones de su vida; y aquellas en las cuales volcó Blas Pascar su apología de las virtudes cris– tianas, frente a los jansenistas y su pasiva confianza en la _predestinación. Para los humanistas fueron ejemplares las de Torcuato Tasso y :rietro Are– tino, en cuanto expresaron los ideales poéticos y una sincera visión de pe– queños y grandes problemas de la vida y el pensamiento. Pero los hom– bres que siguieron las ideas de la ilustración tuvieron modelos epistolares más próximos a su sensibilidad, en aquellas décadas iniciales del siglo XIX; y, a semejanza de Voltaire y Montesquieu, Benito Jerónimo Feijóo y José Cadalso, supieron dar al género una sagaz ductilidad. Unas veces, median– te la exposición de experiencias históricas y culturales, cuya luminosidad pudiera mostrar los aspectos sombríos de la propia realidad; y otras, me– diante la observación empírica de los fenómenos naturales y las costumbres populares, a fin de abatir los prejuicios y conducir hacia la crítica de las instituciones impeTantes. Jerarquía equiparable alcanzaron, en los fastos de la historia peruana, las "cartas" de Madame de Grafigny y José Euse– bio de Llano Zapata, pues dieron resonancia a las novelescas elucubracio– nes amparadas en una fingida descifración de los quipus, y a la razonada

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