Los ideólogos: Cartas americanas

112 MANUEL LORENZO DE VIDAURRE tiempo de Luis XVI. Dios no permita que los españoles queden envuel– tos en las consecuencias tristes de esas reglas fijas y convenientes en la po– lítica y la historia. Sea para nosotros el milagro de la quietud de unos pue– blos vejados y oprimidos. Olvídense los americanos que son hombres, y no les pregunten a sus verdugos usando de la cláusula elocuentísima de Voltaire. "Mortales, iguales a nosotros, ¿fuimos creados acaso para obe– deceros?". Cuasi estoy resuelto a renunciar la garnacha. Dos días pasé en el campo meditando mi decisión. Se me presenta por una parte la horrible perspectiva de una mujer y siete hijos llorando de hambre por las calles. Mis ojos se humedecen al considerarlo. Me estremezco al contemplar que mi esposa y mis hijas podrían comprar el sustento con. . . no puedo con– cluir. Mis hijos separados de los sentimientos de mis mayores, sepultados en el ocio, en la crápula, adocenados tal vez con una inmoral soldadesca. ¡Cuántos males! Pero yo no los causo. La providencia sabia, poderosa y justa ampare a estos inocentes. Yo los socorreré desde el fin de la tierra, y el producto de mi trabajo pasará a sus manos, dejando para mí la más pequeña subsistencia. Sí, yo me resuelvo. Yo parto: renuncio a mi pa– tria, a mi rey, a mis amigos. Sólo llevo conmigo la religión y honor de mis abuelos. Manes de Vidaurre, acompañadme fuera de España donde hemos habitado más de dos mil años. ( *) En todo este caloT se hallaba mi imagjnación cuando se me provoca a un paseo de Lomas. Estas colinas mucho más altas que las que se cono– cen en Europa, presentan un golpe de vista majestuoso. Las puntas de los montes cubiertas de nieve, me hacían entender la unión de los hombres con los dioses. Me figuro el Sinaí sin truenos ni fuego. Aquí era todo vi– vo: árboles mas o menos grandes con diversos verdes. Flores a millares de colores y figuras distintas recreaban la vista, y formaban cuadros que Apeles ni Miguel Angel sabrían retratar. Pájaros de todas especies con dulcísimos trinos arreglaban coros de inimitables a Metastasio, y que no se logran en el teatro de Milán. Dúos formados por el gorrión y ruiseñor, por la cuculí y la torcaz, hacían parar por un instante la razón para entre– garse a los sentidos. Un grueso arroyo se pTecipita de una altura, y en el ruido me anuncia la caída de un grande, del favor a la desgracia. Otro más pequeño con músico dulce sonido, se me asemeja el alma de un filósofo que aborrece la altura, y busca en la igualdad el consuelo y recreo de su vida. Creí en estos transportes que me hallaba en los campos Elíseos. For– mara, digo, una habitación pequeña en medio de estas rocas. Yo me man– tendría de la leche que producen estas vacas. Mi vestido sería la lana que (*) La casa de Vidaurre octava de los hijos homes de Navarra fue fundada treinta años antes de la venida de Jesu Cristo.

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