Los ideólogos: Cartas americanas

120 MANUEL LORENZO DE VIDAURRE llaban adornados de más altos conocimientos. Presumo que dieron mérito a este error los muchos sentidos con que los orgullosos teólogos interpreta– ban el Viejo y Nuevo Testamento. Ellos hacen cuestionable, lo que sólo debe ser objeto de nuestro respeto y creencia. Felizmente van cayendo en tierra esos ídolos adorados por la ignorancia, y sostenidos por el fanatismo y superstición. No lean el Alcorán las mujeres que tienen la desgracia de nacer en aquellos países donde la religión y el gobierno se fundan en el des– potismo; pero en la Europa civilizada y en la América, sepan todos lo que creen y los fundamentos que tienen de creer. Ningún negocio es más pro– pio que nuestra salvación. Ni los reyes ni los legisladores han de respon– der por nuestras almas. Sería la desdicha más grande, que después de ha– ber sufrido todos los rigores de la servidumbre en un pueblo esclavo, el descanso fuese un tormento eterno, sin poder gozar los placeres puros de los espíritus. Felices nosotros que hemos nacido en la monarquía españo– la ilustrada por la casa de Borbón. Nuestros soberanos han aprobado la más excelente impresión de la Biblia con láminas exquisitas y una impren– ta superior. Reconociendo en tí una aplicación sin límites, y un estudio no pasajero, sino acompañado de discernimiento y reflexión, me determino a escribirte, y preguntarte, que sentías de aquel profeta que aconsejó a los enemigos de Israel como único medio por el que podían conseguir la vic– toria de aquellas gentes, que hasta entonces eTan invencibles, el corromper sus costumbres. ¿Quisiera que me dijeses si ésta había sido una adverten– cia profética, o una máxima puramente política? El languor en que están mis facultades cada día más deprimidas con los padecimientos de mi corazón y mi espíritu, no me deja seguridad en mis raciocm10s. Yo confieso que tenía razón un célebre hombre en creer, que los discursos de infinitas personas varían como sus digestiones. En reali– dad por vergüenza debemos asegurar que somos muy materiales, y que el temple de las cuerdas de nuestro cerebro hace que la música de nuestros papeles salga, o disonante o encantadora. Nadie sin fastidio, leerá hoy mis obras, si no eres tú. Nadie sino tú podrá disculpar mis errores, anticipán– dote mi parecer en la misma cuestión que te propongo. Yo no hallo nada digno de admiración en la máxima del profeta. En el momento que el hombre pierde sus virtudes morales, se entrega a la horrible crápula, y sin freno a los deleites voluptuosos; pierde sus fuerzas, pierde su ánimo, se oscurece su talento, y en nada de esto hay milagro, sino un puro mecanismo proveniente de nuestra organización. No eran los lacedemonios verdaderos creyentes, ni adoraban el Dios de Abraham; con todo fueron siempre vencedores, mientras fueron frugales en las mesas, y usaron de sus mujeres propias con los mismos temores y precauciones que se tomarían en el Asia para entrar en el serrallo, y en la Europa, o la Amé– rica, en un monasterio de capuchinas. En el momento que se couompie– ron sus costumbres, fueron destruidos, arrollados, y ya perdieron el nom-

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