Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICANAS 121 bre glorioso que habían mantenido en la Grecia. Esto es lo mismo que sucedió a los descendientes de Ciro, y Alejandro, idólatras victoriosos, idó– latras vencidos. No atribuyamos un origen extraordinario a las cosas comprendidas en el orden natural. Cuando profetizó ese hombre, ya habían sido muchas naciones destruídas por otras. Ya había habido reinos conquistados y conquistadores. Con muy corta observación descubriría, que una mano acostumbrada a coger flores, no es buena para manejar armas. Un cuer– po delicado hecho a reposar en blando lecho, se Tesiente de la incomodidad de una campaña, y de la intemperie de las diversas estaciones. Los ojos que han encontrado por muchos años las vistas correspondidas de una a– mante, no pueden sostener el furor de un militar en el lleno de su cólera. Los placeres hacen trocar nuestro sexo, y los fuertes trabajos forman ama– zonas. Cuasi todos los tiranos han sido grandes políticos: han estudiado las inclinaciones de los hombres, y se han valido de ellas para esclavizarlos. Decía un sabio antiguo que al siervo le quita el supremo de los dioses la mitad del entendimiento en el instante en que le destina a esa miserable condición. Dándole al hombre en servidumbre placeres brutales y diver– siones continuas, el vive contento, y olvida enteramente su anterior digni– dad. Sin duda por esto el siglo de Luis XIV fue aquel en que descollaron las ciencias, la poesía y las artes. En las academias se disputaba sobre los efectos de la electricidad, y no se advertía que por ella misma morían millares de hombres en guerras de capricho. Se celebraba la tragedia de Bruto, y no se atendía al gobierno de un tirano más déspota que César. Se aplaudían los cuadros más bellos de pintura, sin conocer que no había pincel suficiente a sombrear los males de aquel reino. Tal vez por eso di– jo el ciudadano de Ginebra que parecía que los tiranos debían estar en re– conocimiento a los filósofos, y que era la ilustración las flores con que se cubría el hierro de las cadenas. Bruto en su fingido silencio meditaba que Roma podía ser libre. Roma tenía costumbres y virtudes que podían e influían más que las le– yes. Si el segundo Bruto hubiera reflexionado la corrupción de su patria, hubiera contenido su mano parricida. Una acción grande que no puede ser provechosa al estado, es un gran crimen. No se debe derramar la sangre más preciosa en víctimas inútiles, que no pueden alcanzar el cumplimiento de nuestros votos. No dudo que erigido el teatro en Ginebra como quiso D'Alembert se hubiera anticipado la esclavitud de esa digna república. Amada mía, yo sin ser profeta anuncio que todo pueblo que se en– loquece con diversiones será corrompido, perderá hasta la idea de la vir– tud, perseguirá a sus censores, y será eternamente esclavo. Procuran los jefes avivaT más y más sus deseos. En su semblante manifiestan el mayor regocijo autorizando los espectáculos. En lo interior desprecian un pueblo

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