Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICANAS 125 Procuren los gobernadores la riqueza y felicidad de los pueblos, tendrán caudales para las empresas justas, sin el odioso sistema de redoblar los tri– butos. Es el mío muy voluntario contestando a las preguntas que usted me hace y ofreciéndome a cuanto en lo posterior me ordene. SOBRE LA INMORTALIDAD DEL MARQUES DE ................ .. Domingo 28 Entre las desgracias que causó el tirano M. . . en estos dominios, supone usted, amigo mío, que fue la mayor haber cimentado el odio entre americanos y eurnpeos. Este sistema fatal que aprendió de Maquiavelo, es la ruina de la España. Se le diría que el gran político había conceptua– do que era preciso dividir para sujetar. Los perversos que le rodeaban no añadían las consecuencias funestas que resultan al estado de esos partidos, y aun a los mismos autores de la tiranía. Sea de esto lo que fuese, el rayo cae directamente sobre los conquistadores. Pero a los americanos les dio una mortal herida de las que difícilmente se curarán. Diré mejor, de la que me parece imposible que se curen. Corrompió hasta el extremo las costumbres. Introdujo la embriaguez, y el adulterio como modos de edu– cación y de la más fina política, y se le vio publicamente burlarse de lo más sagrado de nuestro culto. A nuestros antiguos deseres en que el gusto y la vista tomaban igual partido, y en los que reinaba siempre el decoro, moderación y decencia; se sustituyeron los bulliciosos ambigúes, en los que el ponche en exceso tras– tornaba inmediatamente la razón; y hacía cometer todas aquellas lujurias que se nos refieren de las bacanales, saturnales y fiestas de FloTa en Roma y en Atenas. Se presentaba el M. . . borracho con su adúltera concubina como Nerón con Popea. Seguían el desenfreno en las primeras clases, y cada función pública representaba a lo vivo aquel festín que pinta con pro– piedad San Real en la célebre historia de la Epicaris. Tuvieron los anti– guos la prudencia de no conducir a los misterios nocturnos las jóvenes no casadas. Eran en Lima las pTimeras, y la hija del M ... el blanco de la de– senvoltura. Yo admiro que siendo estas las lecciones de moral que había recibido, llorase el padre por la amorosa intriga de su capellán. No puede haber virtud sin religión, ni dicha sin virtud dice Diderot. No es necesario que lo diga este escritoT ilustre. Nuestras pasiones en de– sorden, nos hacen que sacrifiquemos el interés general al más pequeño pla– cer. La religión arregla las pasiones: la virtud verdadera presenta la be– neficencia como superior a todos los mezquinos deleites de los sentidos siem– pre emponzoñados, y origen de los más crueles remordimientos. El cora-

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