Los ideólogos: Cartas americanas

126 MANUEL LORENZO DE V IDAURRF: zón del M ... estaba destrozado por las furias. El apetecía tener muchas horas de bruto, para no sentir todas las penas de demonio. Entre muchas acciones que pudieran repetirse de impiedad y que lo constituyen en la clase de un ateo, ninguna iguala al caso que referiré. En– fermó, o se supuso enfeTma la sultana (nombre que doy a su adúltera y primera concubina). El origen del mal fueron celos por la lasciva voraci– dad de su amante. Llega el caso de que se le ordene el viático; y concu– rre toda la corte. Es madama Pompadour en las cercanías de la tumba. Aquel infame tercero público del M. . . corre convite. Hasta aquí la his– toTia es muy común. Consiste lo extraordinario en haber hecho que ro– dease el sacramente cuatro calles para que viese el M. . . desde el balcón el numeroso acompañamiento. ¡Quién tuviera aquí la pluma de un Voltaire! Cuántos desprecios inventaron los herejes contra el sagrado cuerpo de Je– su Cristo, no igualan a esta pomposa procesión. Me hallo irresoluto sin decidirme sobTe el nombre que daré a esta monstruosidad. ¿La llamaré superstición? Yo no hallo ni la mal entendida piedad. ¿Lo llamaré ateís– mo? Este concepto me parece más propio. Respetaban los romanos los pollos, y no entraban en combate cuando carecían de apetito. Un cónsul que los arroja al agua, sufre el inmediato desastre, y se tiene como efecto de su escandalosa irreligiosidad. ¡Se admirarán los españoles de las des– gracias en el Nuevo Mundo, si contemplan las profanaciones sacrílegas de este hombre inicuo! Bueno es, dice Maquiavelo, que el príncipe tenga todas las virtudes, pero si carece de ellas por lo menos es necesario que las aparente. Pocos reyes fueron peores que Fernando el Católico, pero cubría sus vicios con un aire hipócrita que hacía se le respetase como a un justo. Cuando se pisa con descaro Ja religión, los súbditos creen que defienden la causa de Dios, procurando destronar al que miran su declarado enemigo. Este era el método observado por los jesuitas para decretar contra la vida de los reyes, según demuestra Helvecio. Si Mahomet dispone del cuchillo de un fanático para derramar la sangre más digna de respeto, nuestros sacerdo– tes no han abusado con menos frecuencia del nombre de CTisto para sus atentados. ¿Cómo los partidarios de la independencia no hallarían argu– mentos para trastornar un gobierno a cuya frente se hallaba un hombre más glotón que Heliogábalo, más lascivo que Sardanápalo, más sanguinario que Dayakú? Sabe usted que el clero y los cuerpos monacales se han declan– do contra el rey, y que un gran pensador dijo que estas gentes y las mu– jeres son los más terribles enemigos. Dueños en el confesionario de las pa– siones, con las llaves del cielo y del infierno, grandes políticos para aumen– tar y disminuir el entusiasmo; ellos se aprovechan de aquellos instantes en que la ceguedad del espíritu hace que se extienda con frialdad la cuchilla ~o bre el cuello de un primogénito.

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