Los ideólogos: Cartas americanas

128 .M:ANUEL LORENZO DE VIDAURRE hay crimen contra tu sexo más enorme, que el desprendimiento voluntario del ídolo que antes cautivó. Pero si como lees mis letras te fuera posible entrar en mi espíritu, y conocer allí cuanto él trabaja por vencer los violentos ímpetus de mi cora– zón; si le vieras a éste triunfar muchas veces de la religión, la filosofía y de los deberes santos; si presenciases aquellos transportes en que tomando tu retrato lo beso, lo baño en lágrimas, lo oprimo, y me lo quiero identi– ficar; si estuvieses junto a mí, cuando al comenzar esta carta, he arrojado mil y mil veces la pluma, he principiado, he borrado, he roto, y he desisti– do de la empresa: entonces confesarías que mis dolores son incomparable– mente mayores que los tuyos, y que rabio de pena como la osa a quien le robaron sus cachorros. Pasarán los días, los meses, y los años; no po– dré tener consuelo ni verdadera alegría. Me veré elevado a los primeros puestos, y seré el más desgraciado de los hombres. Abundaré en la rique– za, y mi suerte me parecerá más insoportable que la del mendigo que su– fre una amarga repulsa a las puertas del rico indolente. ¿Puedo vivir sin amarte? ¿Y puedo amarte sin un furor local paTa poseerte en todos mo– mentos? El peso enorme que causa la desesperación, es el conocimiento claro y perfecto del bien que se ha perdido. Nadie sabe lo que tú vales y mereces, sino el infeliz amante a quien tal vez hoy abominas. Sigamos las leyes de la naturaleza que no conocen ni matrimonios in– disolubles, ni empleos, ni honor, ni jerarquía. Busquemos en los montes un asilo; en los brutos compañeros menos feroces que el hombre civilizado; en los rústicos frutos, alimentos más sabrosos que los delicados manjares compuestos por la desenfrenada lascivia, el lujo y el orgullo. Unos cortos instantes de vida no los amarguemos con preocupaciones, que causan la más penosa servidumbre. Renunciémoslo todo para ser dueños de nosotros mis– mos. Conspiremos a ser felices rompiendo las cadenas que nos impiden el serlo. Sea nuestra muerte en el mismo instante, para que nuestro amor sea tan inmortal como las almas. ¿Es esto posible? No amada mía . Estas son pinturas de novelas: cosas que no pueden realizarse. Un ilustre español en sus poesías ridicu– lizó esta clase de locuras. Somos sociales, tenemos religión, no seguimos la secta Cínica, ni podemos renunciar al honor que vale más que todos los tesoros. La providencia justa, sabia y buena, quiere que tú no seas mi es– posa, y dilata la vida de la mujer que menos amo. Veneremos sus decre– tos, y recibamos gustosos el único don que nos deja. Don precioso que ahora desconocemos, porque aún somos muy sensuales. Es el tiempo quien nos hará confesar, que es de mayor intensidad y valor que nuestros pasa– dos amores. Bernardino de San Pedrn al llegar al castillo donde habitó Enrique II con su Diana, siente una oculta tristeza contemplando aquellos amores ilegítimos. Vacío inmenso, que procurará llenar el hombre máqui~ na con elocuencia seductora pero que verá a sus solas aumentado con el

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