Los ideólogos: Cartas americanas
CARTAS AMERICANAS 147 SOBRE UNA PESTE Domingo 22. Amigo mío: Estoy absorto contemplando lo efímero y débil de nuestra naturale– za. ¡Cuántas puertas se abren a la muerte! ¡Cuántas enfermedades nue– vas nos acometen de continuo! Desafía el hombre orgulloso a la Deidad Su soberbia le hace creer que puede vivir independiente de su amor. Dice con arrogancia, haré; y en un momento sus pies y sus manos quedan in– móviles, su razón obscmecida y sin luz, no le conduce, y no es dueño de su misma voluntad. ¿Quién eres tú que te elevas? ¡Hijo del lodo, cuando pretendes ser semejante a los dioses, recibes la sentencia de convertirte al polvo de que fuiste formado! Miserias, temores y penas son tu patrimonio: llanto en la cuna, espanto al llegar al sepulcro, deseos y sustos a cada ins– tante de tu vida. ¿Cuál es el mortal dichoso que pueda decir con el co– razón y los labios, mi felicidad es completa, yo no conozco las desgracias? Saúl de una ocupación misernble pasa a ser ungido rey de Israel. Devora la tristeza su alma, y no ve sino objetos que le melancolizan y enfurecen. Vence David todos sus enemigos, mas en el seno de la familia halla dupli– cados los tormentos. Es ésta la suerte de Augusto, de Felipe ·II y Luis XVI. ¡Humanidad engañada, tus glorias son como las flores del campo: los brutos las pisan, las aves las destrozan, los vientos las abaten, el calor las marchita, el hielo las corta! He visto en pocas horas la ciudad desolada, los templos desiertos, los paseos públicos sin concurrentes, los teatros cerrados, los lugares pia– ciosos haciendo paréntesis en sus sagradas distribuciones, los hospitales ocu– pados en el pavimento. Todos los vecinos enfermaron a un tiempo mismo: el anciano y el infante, el joven y el hombre, la madre y el niño que trae en sus brazos, los amos y los criados, el magistrado y el súbdito, el sacer– dote que ofrece la víctima, la virgen consagrada en el claustro, la ramera abandonada, y el sensual libertino: todos fueron heridos de la peste. No creo se cuenta una plaga tan extendida en ningún lugar del mundo, ni en otra época. De todos los habitantes en esta capital, el seis por ciento cuando mucho sería el exceptuado. He sido uno de aquellos a quienes el mal arremetió con gran furor. El jueves por la noche sentí un gran dolor de cabeza, y se aumentó hasta ponerme en delirio con fiebre ardiente: esta fue mi situaci6n en todo el viernes, con continuas náuseas y sin arrojar cosa alguna. Me mantuve ese día interpolando las horas con caldo y cremor. En esa noche sudé mucho, y el sábado hallándome aliviado de la cabeza y baja la calentuTa, me hi– ce vestir. Mi apetito se perdió hasta el extremo de ver con horror todo
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