Los ideólogos: Cartas americanas
148 MANUEL LORENZO DE VIDAURRE alimento, y la agua con indiferencia. El sueño era de catorce horas a lo menos. El resto estaba con continua agitación, sin hallar lugar que me acomodase. Mudaba la almohada en el sofá de un sitio a otro, y la pos– tma que hallaba más cómoda me desagradaba en el instante. Cinco días continué en esta situación, y me contristaba el creer que moría sin que los médicos conociesen mi enfermedad. El sexto día tuve un pequeño moti– vo de disgusto, y sentí una variación notable. Recuperé el movimiento en el cuerpo y el espíritu, poco a poco desde entonces fue disminuyéndose el desgano. Hago esta prolija relación para que los profesores estudien para Jo sucesivo y observen con mayor vigilancia la naturaleza. El origen de esta enfermedad y sus remedios se han puesto en gaceta pública. Yo no quiero mezclarme en mies ajena. He notado sí, muchos sucesos en nuestra guerra, que tienen relación con la del Peloponeso. En el segundo año de ésta, se declara en Atenas Ja peste. Se cree que un barco mercante la trajo al Pireo donde primera– mente se manifestó. Se ha creído este mismo origen en la nuestra. Una fragata procedente de Panamá nos condujo esta tenible mercancía, que si no ha destruído el país, fue sin duda por lo benigno del clima. Los sín– tomas todos, se dice, que son los de la terrible fiebre amarilla, que desoló a Cádiz, y que se ha hecho familiar en el istmo y costa firme. Para mí no es extraño que grasase en esos lugares. La espantosa guerra y la inhumanidad con que hoy se hace no consienten que sean los cadáveres sepultados. Bárbaros llamamos a los antiguos, y ellos consen– tían en medio del furor y la venganza recoger los muertos, y depositarlos en la tierra. Cuando no se concedió esta tregua necesaria, la peste devo– ró pueblos y ciudades, y se vió correr por los tres ángulos del mundo. Cá– lida y húmeda, esa región en que hoy se devastan españoles y americanos, un solo cuerpo insepulto es bastante,. para que con sus miasmas se inficio– ne la atmósfera, y se extienda en millares de leguas el contagio. Lima padece, pero no muere: ésta ha sido su suerte en el medio de las convulsiones. La peste de la guerra civil la acomete, enferma en sus sentimientos; pero ni se mueve, ni se agita. Debilitada por grandes con– tribuciones aún respira. Se quejan todos del hambre, ninguno fallece por falta de sustento. Han notado los grandes profesores que las enfermeda– des generales hacen mayor estrago en los cuerpos vigorosos y fuertes. La paja se libTa del huracán , cuando éste rinde el cedro del Líbano. No nos admiremos, que el europeo compuesto de bronce y de marfil perezca en la peste, mientras que el limeño se dobla por unos días en una cama mole y voluptuosa, y se restituye con brevedad a su aparente sanidad y flaqueza. ¿Qué diremos de este clima? El no es proporcionado para grandes virtudes, ni para grandes vicios. Será siempre obscura su historia, si con remedios políticos no se suplen los defectos del temperamento. ¿Y quién los suplirá? No permita el Señor que nuestros ojos se abran. Si queremos
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