Los ideólogos: Cartas americanas

8 MANUEL LORENZO DE V IDAURRE Amada mía: ¿qué bálsamo es este tan suave que mitiga los dolores más vivos? ¿Crees que ya no te amo? ¿Que mi amor ha disminuido? ¿Que tu retrato se oscurecerá alguna vez a los ojos de mi alma? ¡Ah! no lo creas. Dios mismo no quiere que deje de amarte, únicamente me obli– ga a que la religión y la razón gobiernen ese amor y lo eternicen. Esas tos– cas señales que indicaban una grosera posesión, ya cesaTán. Dejaremos la senda de los brutos, paTa aprender amar como los ángeles. ¿Y siquiera un fruto de ese amor no existirá? Manuela Narcisa ... ¿dónde estás? ¿Dónde está amada mía, ese fruto de nosotros mismos en cuyo espejo prometimos vernos, para siempTe? Tú la debías ver, y ver– me en ella: yo la tomaba en mis _brazos, y creía que me estrechaba con los tuyos. ¿Desapareció también? Tierna rosa que apenas naciste, cuando te marchitaste, desde el empíreo donde te hallas ruega al Dios de amor, por dos amantes a quienes debes en parte la misma gloria que disfrutas. Tus padTes, sí, tus padres se unirán contigo algún día, sin esperanza ya que en la tierra otro objeto reemplace sus ternuras. ¿Nada nos ha quedado? ¡Ah! todo lo tenemos. Un Dios: una al– ma inmortal! Tú lo vas a oir. La soledad a que te conduces, es el sitio desde donde se escucha su voz divina. No resistas el decreto que allí te conduce. No creas que es el capricho de un tirano, que se enoja al ver que disfrutamos la felicidad que él envidia. La sabiduría por esencia pTepara los caminos. El nos ama, y quiere que nos amemos de un amor conforme a su naturaleza pura. Yo te juro en su presencia un c'asto, puro, inextingui– ble amor. Ya desde este momento oirás a un fiel amigo: olvido para siem– pre tus perfecciones corporales. . . Tus. . . ¿Podré? Ignorantes herejes con– fesad la fuerza de la gracia. Una de la noche, Miércoles. He oído la hora: no hallo reposo. No~ el lecho no es un lugar agra– dable al que padece. ¿Dónde estás amada mía que no presencias la agita– ción de mi espíritu? ¿Dónde estás? ¡Ah! padeciendo los mismos trans– portes, dudas, e irresoluciones que tu amante. Fluctuando entre la religión y el amor. Tomando el peso a las cadenas, y experimentando tu debilidad. ¿No hay remedio? ¡Que! ¿ya no oiremos unidos el canto repetido del ga– llo, ni el mercenario pobre ( *) que anuncia los tiempos, nos advertirá que el sol se· acerca envidioso de nuestras glorias? ¿Acabarán nuestras disputas sobre el momento de separamos, por no haber oído el sonido del reloj en (*) En Lima los serenos o centinelas de la noche cantan cada hora y anuncian el tiempo.

RkJQdWJsaXNoZXIy MjgwMjMx