Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICANAS 11 signos de alegría cuando devora la tristeza; sostener una conversac10n que cansa y fastidia, todo esto es preciso para no llenar la plaza de un misán– tropo grosero. Ya comienzo a existir. Mi imaginación viva te me representa de tal modo cuando escribo, que te veo y te hablo y sólo lloro, si arrebatado del amor, tiendo los bTazos y siento que es mayor la distancia, que la ex– tensión de mis miembros. El día de ayer te he hablado sobre los puntos de nuestra creencia, ahora te enseño lo que de ningún modo debes creer. Mis líneas son el fru– to de cuarenta y dos años de edad, y de treinta y cinco de continuado es– tudio. No trato de formar sistemas, ni buscar prnsélitos; son lecciones se– cretas a una amiga que amo mucho más que a mi mismo. Sobre los tormentos del infierno no te figures, ni fuego material, ni cadenas, ni insectos, ni hediondez, ni oscuridad, ni llantos: estas son figuras de que se usa por lo material de nuestros sentidos. Los espíritus si no son materiales, no pueden ser atormentados como los cuerpos. Hay infierno, hay pena de daño y de sentido, pero cómo lo sea es un misterio. Ningún condenado dio noticia del modo como padecía. La conversación del Rico Epulón con Abraham es una parábola. No se debe entender según lo lite– ral de lo escrito. Al Padre Eterno se le presenta viejo, al Espíritu Santo Pa– loma, Dios no se envejece ni tiene el cuerpo de un bruto: son símbolos de la eternidad y del amor. Con los mismos fundamentos debes repeler de tu fantasía las nove– las de apariciones de almas, duendes, fantasmas y brujerías. Yo borrara las oraciones que para algunos de estos casos prepara la iglesia. Me admira cómo un Pontífice sabio que se llamó Benedicto XIV, no hizo extender so– bre ello algún decreto. Es lo sumo de la ignorancia, aprobado en cierto modo, por una potestad, en quien debe relucir la sabiduría. Todos esos se– res no tienen otra existencia, que la mala educación: es la desgracia que re– cibimos nuestras primeras ideas por personas ignorantes y crédulas. Las hacemos propias con el hábito, y las transmitimos a nuestros sucesores. Se imprimen de modo esos conocimientos, que el hombre tiembla muchas ve– ces, aun cuando se ha hecho un filósofo, y está libre de esos errores. En cuanto a los endemoniados no soy tan ligero en repeleTlos. Para mí el Evangelio es un libro que merece mi fe en todas sus partes. Allí cons– ta que nuestro Señor Jesu Cristo los expelió de diversos cuerpos. Tomemos un partido: creamos que antes de la ley de gracia los había, y que con ella desaparecieron. Una de las acusaciones que se hacían al filósofo de Ginebra de quien tantas veces hemos hablado, sí mi amada, al autor de La Nueva Eloísa, era que no creía en milagros. Su contestación es sabia: no los niega, pero afir– ma que es la menor de las pruebas de la verdad de nuestra religión. Yo sentiría separarme en un punto de la senda de mis padres o desviarte a tí

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