Los ideólogos: Cartas americanas

14 MANUEL LORENZO DE VrnAURRE han sabido nada de esos portentos. Orar, orar que es la dulce conversa– ción con Dios. No muchas palabras. No son precisas para el que especu– la los últimos secretos de nuestro espíritu. Ponerse en silencio delante del Señor creyéndolo presente, es para mí la oración más perfecta. ¿Te acuer– das amada mía, cuando nos pasábamos largo tiempo juntos sin hablarnos una sola palabra? ¿Recuerdas el placer que sentíamos de esa unión, el de– leite puro del amor? ¡ah! pues esa era una arena respecto del universo. Si amas a Dios, y lo buscas, lo sentirás en una dulzura, que no se puede com– parar con nada del siglo. No son ficciones: lléguense los ateos a las aguas, y confesarán que su sabor no puede equivocaTse con nada terreno. Una lágrima. . . . . . Esto no se ha de explicar, se ha de sentir. Sábado, ocho de la mañana. He reposado una hora: ¡Qué sueño! Yo te vi vestida de una túnica blanca más que la nieve, coronada de rosas, tus pies de alabastro descal– zos, los cabellos de oro tendidos por la espalda, una cinta azul que te ceñía, y un joven hermosísimo que te tomaba de la mano y te presentaba a un hombre que para mí era un Dios. Sus ojos llenos de piedad no podían seT de otro que de J esu Cristo. Yo le oigo que te dice, ven oveja mía entra en el rebaño, que quiero alimentarte con mi sangre. Tú te arrojas a sus pies, y le dices ¿perecerá Señor mi amante? No se da por ofendido el que es la misma clemencia. Fija la vista en tí y te responde, más que tú lo amo, le pTeparo el camino en que tu te hallas, y tu conversión es el principio de su vida. Mojan tus lágrimas los pies de tu benefactor con doble agradeci– miento, y una música celestial resuena en una mansión de luz donde los adornos en nada se asemejaban a los nuestros. He despertado y se aumen– tan mis propósitos de conspirar a que goces una dicha que el mundo falaz no puede ofrecerte. Necesitaba esta medicina para hablarte sobre una ma– teria que me estremece. Josefa Luisa, Josefa Luisa debes casarte. ¿Lo prefiero? ¿Tengo espíri– tu para escribirlo? Sí... Juzgue el materialismo como quiera de nuestra libertad. La razón acompañada de la gracia supera todas las pasiones. Siento en este momento más que aquel romano que puso sus brazos en el fuego. Las penas del espíritu exceden a las materiales del cuerpo. Yo no puedo ser tu esposo; mi estado y mi edad no me lo permiten. Soy mayoT que tú, veinte y cuatro años y aun cuando se rompiese el vínculo que me ata, no te uniría a un objeto, que entre pocos tiempos había de ser para tí muy despreciable. No presumas que han vaTiado mis afectos: el haber cre– cido hasta su último punto, es lo que anima estas determinaciones. Una mujer que se envejece sin estado, es despreciada, y sus tormentos crecen tanto más cuantos fueron los cultos que recibió en su edad primera.

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