Los ideólogos: Cartas americanas

18 MANUEL LORENZO DE VIDAURRE tural orgullo. Toma amada mía de mis borrones los granos buenos espar– cidos; deshecha la inútil paja, arrójalat al fuego del desprecio. Serás madre ¡qué placer verte de nuevo reproducida! Nutre con tus lindos pechos el ser que has tenido en tu vientre. ¿No me decías que el amor no permitía particiones? Este será mi argumento contra la maldita costumbre del país. La madre se conviene en que su hijo le ame menos que a una esclava, cuando inhumana la aparta del lugar que le destinó la naturaleza. ¿Cuál de los brutos dio ejemplo de esta costumbre feroz? El mecanismo de nuestro cuerpo es arreglado a las verdaderas necesidades. ¿Acaso esos vasos fueron destinados únicamente para que se embriagase en ellos el voluptuoso y el sensual? Destino más noble y sabio les dio su au– tor. Sagrados depósitos del primer néctar que madura en el tiempo que conviene al alimento de la prole. Los surcos guardan sus grados, su altera– ción, su fuerza según la edad del infante. Es imposible que se halle un ver– dadero equivalente. ¿Hay dos hombres perfectamente iguales? ¿Hay dos temperamentos que jamás varíen? Todos los seres aunque de la misma es– pecie son diversos. ¿Qué afinidad entre un niño que sale de tu sangre, y los líquidos de una esclava que debe ser la Nurse? Yo me estremezco al contemplar que Manuela N arcisa no hubiera muerto, si hubiera recibido de tí una segunda vida. Has leído rasgos muy brillantes sobre este interesantísimo punto. La angustia de las horas no me permite disertar. Unicamente te diré, que un hijo de una mujer virtuosa, nutrido por una extraña criminal, es un ar– busto injertado en su nacimiento. Resulta una mudanza que casi obliga a desconocer su origen. La primera sangre es de los padres. Sucede a esta la de la Nurse. El alimento, el kilo, la sangre, el fluido nervioso todo pro– viene de esa intrusa madre que coadyuva a quebrantar los decretos de la naturaleza. ¿Y nos admiramos al ver hijos de padres nobles inclinados a la ruindad, al desenfreno, a los mas groseros vicios desde su más tierna infan– cia? Si observásemos lo contrario sería un trastorno del orden natural, y del maravilloso, pero ya conocido mecanismo del hombre. No es esto ser materialista; es hablar con la experiencia que tiene el que observa los di– versos temperamentos. La gracia sobre todo y después de ella las reglas físicas lo enmiendan o perfeccionan. Procura que el niño en tus brazos no observe los movimientos del temor ni de la ira. Acostumbra su tierna mano a que se extienda en favor del indigente aun antes que comprenda lo que es la miseria. Mienta mu– chas veces a Dios, a J esu Cristo y a su madre, para que le interesen desde la cuna. Las ideas primeras que recibimos nos acompañan hasta el sepulcro. Nada fue capaz de separarme del catolicismo. ¡Pero ay! algún vicio que percibí a los cuatro años y que me acompaña hasta este mismo instante.

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