Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICANAS 463 que se convoque un Congreso inmediatamente, con arreglo a la Carta que rige; es muy natural o cuasi seguro, que yo sea nombrado Tepresentante por mi patria: sostendré la Constitución. No mi amigo: si se nombra un Congreso todo lo echan a tierra. El trabajo es enteramente perdido. Po– día haberle replicado. Esto quieTe decir que U. conoce que la Carta no puede ser aprobada por el pueblo, y que cuanto han hecho los colegios elec– torales es el resultado de la fuerza y de la intriga. Más valía que hubiese expresado estos conceptos, y no la reflexión que le hice. Señor: ¿que di– rán las naciones al ver que Bolívar da una Constitución, guarnecidas nues– tras plazas con sus tropas? ¿Qué, la grande asamblea americana? Vamos a asesinar la gloria de un héroe. Una atroz injuria no hubiera demudado tanto su semblante. ¿Qué tropas colombianas son esos cuatro hombres en una extensión inmensa? ¿Qué nos importa una asamblea que no pu.ede continuar? Bolívar aumentará su fama con este hecho, lejos de disminuir– la. Esta fue la contestación: por gracia llamarnn a comer, y se suspendió una conferencia que ya se hacía sumamente acalorada. En la mesa concurrieron ese día entre otros, el señor don Bernardo O'Higgins. Se habló, sin el menor escrúpulo de los concurrentes y de los criados, de la grande empresa del general, en unir las tres repúblicas de Co– lombia, Bolivia y el Perú en una. Dije al señor O'Higgins: entonces Chile compondrá una parte con el gran Estado. Este virtuoso republicano, cuyo mérito jamás oscurecerán sus enemigos, fijó una vista ligera y seria sobre mí. Una risa disimulada y corta le sirvió de satisfacción. Este señoT ha– bía presenciado en casa de Riglos el comprometimiento mío con Bolívar en el año anterior, cuando usé en el improvisado del verbo reinar. Había oído que cara a cara había dicho al aspirante, que no lo había usado en el sentido de coronarse; que yo no me desmentía de lo que había escrito y pu– blicado de palabra; que yo sería eternamente enemigo de los reyes. Los elogios que entonces me hizo al levantarnos de la mesa, y los abrazos que me dio estaban muy en su memoria; y así se escandalizaba de los brindis. Mis ojos de fuego le descubren mi intento, y él quedó tranquilo. Me reti– ré a mi casa, ¿cree V. que dormiría? Todo MOTfeo no era bastante para unir mis parpados. ¡Ah, cuanto me cuesta el Perú! Por cierto que com– pro una ingratitud muy cara. Lo conozco, tengo muy presente el fin de todos los defensores del pueblo: tal vez la roca Tarpeya. Yo cumplo mi de– ber, como también lo es renovar a V. los sentimientos del más alto aprecio como S. S. S. Q. B. S. M. Manuel Vidaurre.

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