Los ideólogos: Cartas americanas

476 MANUEL LORENZO DE VIDAURRE sosegar hasta que leí la convocatoria. Ella es para que se jure la Carta que ha dado la nación. Este jUTamento no puede caer sobre la presente, que la nación abomina, sino la del año 23 antes jurada. El doloso cae en los mismos lazos que forma, según el pensamiento de uno de los libros de la Sabiduría. Los conspiradores no meditaron en este subterfugio el más propio para salir de un lance en extremo delicado. Se acercaba el día, y aunque el gobierno tomaba ciertas providen– cias al paTecer oportunas, para reunir el fausto y el esplendor, no podía inspirar una alegría de que carece el pueblo. En los semblantes se aumen– taban los signos de fristeza, según se acercaba el plazo. Profana la víspe– ra el templo, y la cátedra del espíritu divino, un canónigo decidido por el partido del rey, después por el sistema monárquico en tiempo del general San MaTtín, y últimamente por Bolívar: siempre por la corona. Lo que debe admirarse es que no corresponde a nuestra antigua aristocracia. Lo compara con la Madre del Salvador, y aun le parece poco. Sus esfuerzos no son perdidos; le espera un ascenso, y se le tendrá presente paTa la pri– mera mitra. Confieso que en mi interior también profané el Santuario. Mi corazón palpitaba de furor. Quería purificar mis sentimientos, y no me era posible. Jamás alabé la imprudencia de San Juan Crisóstomo, insul– tando desde el púlpito a la mujer de un emperador. Esto me parece una necedad. Formar ante el Dios vivo el elogio de un tirano es una especie de ateísmo. Es negarle su justicia al ser sumamente perfecto. En la tar– de hubo una especie de paseo, para el que se tiraron mil convites y no con– curriernn veinte personas. Se titulaba, promulgación de la Constitución. No asistieron las corporaciones. Algunos religiosos, y dos de ellos con som– breros de paja. Tres o cuatro colegiales, y no sé si algún militar. Tengo la gloria de no haber visto ni de los balcones, para no autorizar aun de ese pequeño modo un hecho para mí tan repugnante. Se hizo que corrie– sen por algún rat o licores en la pila principal, para embriagar al populacho. La embriaguez por lo común no hace sino exaltar la pasión que agita. El silencio y disgusto se hicieron más perceptibles. Se arrojaron monedas que no faltaron gentes de color y niños que las recogiesen: pero no se logró que repitieran las palabras incesantes de Pando, que desde una de las galerías no cesaba de gritar. Viva la Constitución. Viva el Presidente Vitalicio. Unas cuantas voces de burla se oyeron que decían: viva la plata, con res– pecto a los emisilios. El ministro tuvo el desconsuelo de retirarse, aumentó su ceño, haciéndose en la noche insoportable a cuantos tuvieron la desgra– cia de querer consolarlo. La artillería y las campanas no produjeron esa impresión de conten– to, que en otras ocasiones. Parecían los repiques dobles, y el ruido del ca– ñón una señal de muerte. He oído las pinturas que se hacen en Madrid de la jura de José Bonaparte: por cierto no es un bosquejo de ésta. Esto– colmo estaría en igual agitación cuando Gustavo III le dio la Carta. Ya

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