Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICANAS 477 por la noche se habló sin precaución de aquel paseo. En general fue desa– probado, se conversó de la fiesta con desprecio; y se dijo: que el gobierno no podía engañarse sobre la repugnancia con que se había procedido a un acto que no era la voluntad general del pueblo. Me formé mi plan político. De esa tiranía había de formar el ar– ma para destruirla: en la mañana se procedió al juramento. Lo hicieron todos. No ví más con semblantes de gozo que al arzobispo electo Carlos Pedemonte, y a dos miembros de la Corte Suprema de Justicia. El presi– dente Santa Cruz estaba penetrado de dolor. Larrea en extremo modera– do: Pando y Heres con gravedad de gabinete. Yo hablaba con todos, char– laba, y me introducía en el interior de las personas. Prestamos el juramen– to. Se me dio el primer lugar después de los ministros. Esta preferencia no agradó mucho al padre arzobispo. Me contemplaban vano, y juzgaban se me podía halagar con pequeñeces. Pasamos a la catedral a daT gracias al Todopoderoso. Se comenzó por el Te Deiim. Este Te Dewm que a las veces es una alabanza, a las veces un sacrilegio! ¡Qué música tan melancólica! ¡Qué función tan lar– ga! El arzobispo nominal tomó el púlpito. Se cubrió el cuerpo del Señor para poder lucir las vestiduras pontificias. El panegírico está impreso y lo ha leido U. ¡Abominable corrupción! A Luis XIV déspota poT carácter Y por estudio se decían desde la cátedra las verdades más terribles. Las sufría y apreciaba a los oradores. En Lima a un guerrero afortunado se le contempla impecable, virtuoso hasta el extremo de poder hacer feliz la na– ción. No recordaré sus debilidades. Mis cartas son muy serias para man– charlas con hechos que horrorizan el pudor de los pueblos. Aseguro que la oración la contemplé fúnebre, y que aquellas eran las exequias de don Carlos Pedemonte. Había muerto su honor, su moral, su patriotismo. Al regreso a Palacio fueron las arengas. A U. se escribiría la im– presión que hice en el pueblo. No era Demóstenes contra Filipo: no era Cicerón contra Catilina: era un genio muy pequeño pero deificado por el amor a la patria. Fue el argumento que ya había concluido el despotismo, Ja arbitrariedad, el poderío sobre las leyes. Que ya había una Carta a que debían sujetarse los mandatarios de igual modo que el miserable habitante de una choza: que los ministros de Estado podían ser acusados como el más miserable y pobre ciudadano. Que más valía, un Nerón sujeto por un código político, que un Marco Aurelio que no tuviese freno ni sujeción. Que el Perú comenzase a conocer su dignidad, y los hombres sus derechos. Estas ideas se adornaron en lo posible. El concurso se inflamó hasta el ex– tremo. El aplauso era extraordinario. Los ministros parece que estaban con aquellas contorsiones que daban en el sepulcro de un santo jansenista. Heres ha asegurado, que si él hubiera sido el presidente, sin duda hubiera cortado mi arenga. ¡Desgraciado de él! La revolución hubiera comenzado en el momento; bien que hubiera sido muy sangrienta por no prevenida.

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