Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICANAS 493 El general Santa Cruz me concedió una audiencia secreta. Queipo fue el interlocutor. Recuerde U. que le escribí, que me había retirado del palacio desde que Pando no me trató en la mesa con el decoro que es debi– do a mis servicios, edad y empleo. El mismo confidente me había insinua– do, que Santa CTuz no estaba avenido con que su patria fuese dominada por un extranjero: mucho menos en que se le tuviese por el primer esclavo y cómplice de la tiranía. Siguiendo las rigorosas reglas de la política fuí muy poco a poco descubriendo mis sentimientos; siempre con la· precaución de que no hubiese un solo testigo. Si materias de esta clase se tratan en– tre tres, se corre un riesgo inmenso. Es menester mantenerse en la situa– ción de que habla Montesquieu: un denunciante afirma, un acusado niega, no hay prueba ninguna: este es el modo de romper el eslabón en caso de pesquisa. Me avisó que estaba en mi casa rodeado de delatores: que mu– chos de los que se suponían mis amigos, me asechaban para dar cuenta al Gobierno, de mis últimas respiraciones. En el mismo día fui advertido que el principal espía era un clérigo serrano, nombrado López, que por estos medios ruines había conseguido una silla en el Coro. Hice en la mesa un brindis que lo ruborizó en extremo, y tuvo que huir para siempre de mi casa y mi presencia. El pérfido después de regalarse con manjares y vinos exquisitos, no refería lo que había oído, sino que forjaba historietas para captar las gracias de sus crédulos protectOTes. El mismo Queipo había sido solicitado para que llenase este empleo odioso cerca de mí. Lo Tesis– tió y el ministro de estado lo despidió con ultraje de la secretaría. ¡Tristes medios de sostener una usurpación! Frágiles y viles no pudieron salvar a los tiranos, ni asegurarlos en un gobierno, que detestado poT toda una na– ción, ha de tener necesariamente una existencia efímera. Tácito dice: que en el reino de Domiciano las virtudes se castigaban con la muerte. Roma estaba llena de delatores; el esclavo era e] espión de su señor; el liberto de su patrón; el amigo de su amigo: los mismos crímenes ejecutados por los mismos medios. A las nueve de la noche llegué a Palacio. Ninguna persona me pa– reció que me había visto. No obstante muy de mañana, un confidente de Pando investigaba con cuidado la causa de mi visita. Hablé a Santa Cruz de un modo imponente. No quiero sobrevivir a la esclavitud del Perú. No soy menos peruano, me contesta; pero es preciso mitigar el fuego, mu– cha prudencia y decoro. Se han de buscar medios honrosos para despedir las tropas colombianas. Estoy aumentando de un modo considerable las del Perú. El Libertador ha escrito, que no quiere tener parte en nuestro gobierno: que nos entendiésemos sin contar con él. Este será el modo de convocar un Congreso, y que la nación dicte sus pactos. Pero ¿cómo es esta convocatoria? El quería que fuese por la Constitución últimamente jurada, yo por la antigua. Insensiblemente fuí descubriendo en este se– ñor, que sus deseos eran iguales a los míos, pero que era detenido por una

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