Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICANAS 29 igual de aquel ser a quien se asemeja, y que la crió inmortal y pura. Si el entendimiento no puede ser vencido por la fuerza, no lo podrá ser la vo– luntad, que sólo obra por lo que aquella potencia superior le inspira. Cua– tro griegos amando su patria vencieron millones de reptiles que vestidos de oro y piedras, aun sentían el peso espantoso de su servidumbre. ¡Qué yugo tan suave es el del amor! ¡Bendita sea nuestra ley que toma este distinti– vo! Felices los monarcas que la anteponen a la fuerza, y feliz yo desnudo, desolado y pobre cuando reiné en tí, y recogí un tributo voluntario en pla– ceres, cuya intensidad sólo recuerdo para mi martirio. Fue preciso separarnos, porque mi amor no hubiese sido perfecto cubriéndote de oprnbio. Tu edad, tu clase, tu belleza, exigían un esposo. Yo no podía serlo: no podía romper un yugo que la ley evangélica ha de– clarado perpetuo. La razón, la buena policía, la paz, la propagación, el ma– trimonio mismo me hacen entender las ventajas de un divorcio admitido en todas las naciones por cuarenta siglos. He leído cuanto se ha escrito de más sublime sobre esta materia. Me parecen las reflexiones brillantes, halagüeñas, me embelesan, me encantan; pero yo soy cristiano católico, ad– mito el Evangelio sin quitarle una letra, me someto a él, lo respeto y lo ve– nero. Cuando el hombre Dios lo dispuso, no podía errar, bien pesados te– nía los males y los bienes. En lo humano no se puede buscar perfección in– dividual; ella resulta de la relación de todos los seres entre sí, y del complejo y reunión entre ellos. Aun cuando en ciertos casos fuese más ventajosa la libertad de dividir libremente el vínculo, con respecto a la mayor parte traería terribles inconvenientes. Las intrigas, las calumnias, los intereses, se comprometerían para malquistar los casados, y obligarlos a dividirse. Hijos de diferentes lechos nunca podrían ser bien educados. Pasados los amores en los primerosa días que se gozaba del nuevo tálamo, renacerían los antiguos afectos, y los que antes eran placeres aprobados por la religión, se convertirían después en adulterios criminales. N adíe más que yo desearía que hubiera sido posible la disolución del matrimonio: el no serlo, tal vez hace que se coTte la mitad de mi carrera. Con todo: ese sentimiento interior de justicia que siempre mantiene el ma– yor delincuente, me hace confesar que distan mucho las pasiones de los principios de nuestros santos dogmas. No nací para tí: no puedes ser mi esposa, no puedo dar el último aliento en tus brazos, no puedo repetir tu nombre en unión con el de mi creador. Yo me resigno y espero que en aquel mundo donde no hay sexo, carne, deleites prohibidos, propiedades extendidas hasta en las personas, tengamos otro matrimonio más puro y santo.

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